miércoles, 21 de octubre de 2015

'Mandrágora' de Hanns Heinz Ewers

Por Tesa Vigal

Esta novela alemana, escrita en 1911, excesiva, extraña, llegó a tener en su época 28 traducciones y cuatro adaptaciones cinematográficas. En concreto la versión filmada, dirigida por Henrik Galeen en 1927, acabó siendo un referente del expresionismo alemán, con sus luces radicales, sombras espesas y fachadas distorsionadas. La editorial Alfaguara –en su mítica colección Nostromo, de libros especiales más o menos olvidados- la publicó en los años 80. Luego se ha reeditado en otras editoriales, al menos que yo recuerde en la editorial Valdemar. Se sabe muy poco del autor. Vivió en la misma época que Gustav Meyrink, el autor fantástico del Golem. También se le relaciona con sociedades, o grupos medio espirituales medio artísticos, por ejemplo con la sociedad de la Aurora dorada, la Golden Dawn inglesa, con miembros como Arthur Machen (otro fascinante escritor admirado por Borges), Yeats el poeta irlandés, Conan Doyle, Bram Stoker… 



Cuenta la historia de una enorme osadía: la encarnación humana de la vieja leyenda de la mandrágora, una raíz con forma de figurilla humana que surgiría en la tierra donde cae el último semen de un ahorcado, y con supuestas propiedades mágicas y ambivalentes, pues por un lado otorgaría a su poseedor riquezas fabulosas y poder, pero por otro le conduciría a la muerte. En esta historia se encarna en una mujer llamada Mandrágora, o Alraune, su protagonista surgida de la noche, de la fiebre y lo primitivo. De ese acero indomable basado en el misterio de lo sensible, que va revelando a su paso todo aquello que los demás entierran, o rechazan de sí mismos. Pero ese ser magnético, nacido bajo un ritual legendario para gratificar ambición y vanidad, resultará mucho más poderoso que sus creadores. Resultará incontrolable, abismal e indómito. 



La manera de escribir de Hanns Heinz Ewers tiene la honda, marcada atmósfera inquietante que recuerda a ‘El gabinete del doctor Caligari’ en película, y en literatura tiene el clima arrebatado de Hoffmann, o de Allan Poe. Sus potentes imágenes no se olvidan. Es un libro recorrido por una audacia insatisfecha. En frase de su preludio, en una época presidida todavía por la moral y la vida de tipo victoriano, a punto de desaparecer tras la primera guerra mundial: “No es para ti, hermanita rubia, para quien escribo este libro. Tus ojos son azules y buenos, y nada saben del pecado”.

Alraune es un ser proscrito, aunque nadie se atreve a afirmarlo. Sus padres también (el semen de un ahorcado y una puta, según la leyenda materializada por uno de sus febriles personajes, que se convertirá en su padre adoptivo). Serán utilizados para que surja la primera mandrágora viva, pero al contrario que ella, son débiles. Su hija, de una personalidad inusual, implacable, poseerá rasgos primitivos pero también los más sutiles. Es por esta razón, que los animales sienten un sano instinto de rechazo ante alguien que, igual a ellos, es sin embargo demasiado poderoso, peligroso por fundir cualidades esenciales de las dos especies. (Abajo carteles de la película).  


Condenada a la soledad, nadie tiene en cuenta a la niña silenciosa y extraña que vaga por la enorme casa de su padre adoptivo y creador, en total libertad. Los criados sienten ante ella desconfianza y temor. Pero Alraune va descubriendo, poco a poco, que además de no ser querida es utilizada. Así nace en ella el mecanismo automático de la venganza. Una venganza, que siempre se limitará a desvelar hasta las últimas consecuencias los aspectos peores de todos los que la rodean. Y esto, hasta el punto de hacerles sucumbir por ese, su lado más débil, y reír, reír desde su inocencia más pura: limpia y salvaje.

Alraune ejemplifica a ese tipo de seres inocentes, impecables en su exigencia y en su armonía entre ideas, sentimientos y hechos. Torrentes inagotables de sensibilidad abismal, junto a un alma dolorida con garras afiladas. Pero ella, incomunicada e intrusa, no será manejable como ellos esperaban. Y no lo será porque ellos no son auténticos. Cada uno mantiene oculto un aspecto de su carácter que, sin ser reconocido ni vivido libremente, les resultará devorador y destructivo, al ser desvelado por Mandrágora.



Las novelas más imaginativas rozan, rodean, o plantean directamente el tema del mal. Bien sea el misterio del mal, el lado destructivo del mundo, o bien (como en este caso) una supuesta maldad que no sería más que la parte más instintiva, lúdica, rebelde de una persona. Una parte maldita que reprimida, relegada, deformada o sublimada, surge una y otra vez a través de cualquier manifestación imaginativa.

“Mandrágora” es un relato que, desde su principio, es una explosión vital inclasificable. Y lo vital no admite duda alguna. Su protagonista jamás renuncia, ni se conforma, porque ella no quiere parecer nada, sólo ser. Se mueve al margen de las convenciones sociales y su imposibilidad de rendirse no se basa en objetivos externos sino en su propia alma, en una necesidad de ser por encima del tener. Lo que está vivo no sigue modas, no acepta convenciones ni puede pactar con los enemigos.

Y hombres y mujeres se acercan a ella, irresistiblemente atraídos por el reflejo de lo que han rechazado en sí mismos. Pero ninguno se dirigirá directa y claramente a ella. Por el contrario, darán un paso en falso y la adorarán o la temerán. 



Su figura también refleja ese ser completo, por eso su físico es andrógino. Cuando aparece Alraune  las conversaciones estúpidas quedan en evidencia, los ojos que no miran quieren huir, las máscaras se caen, el esnobismo se deshace y todos resbalan en su atmósfera exaltada, absorbente, nítida, misteriosa… Pero muy concreta. Botas de cuero amarillo, terciopelo verde ajustado… Cabalga. Y a su lado el aire se transforma, se tambalea, queda en evidencia, cegado por un intenso, potente foco sostenido. Y Alraune de metálicos ojos verdes, con mirada soñadora, camina con la cara vuelta hacia la luna murmurando una mágica respuesta: “ya voy, ya voy…”.

En algunas páginas parece temblar suavemente la tierra. En otras triunfa lo turbador. El inicio de la novela impresiona por su esperpento. Recuerda al principio del mundo y al fin de los tiempos simultáneamente con esa imagen del bebé adormilado y feliz con la colilla negra de un puro en su boquita.  



En este relato el lector se regocija de las desdichas de la mayoría de los personajes de la historia. Una de sus “víctimas”, es un cobarde. Otro, un imbécil, otro un hipócrita, otro un ambicioso manipulador, otro un perro faldero masoquista… Uno de ellos muere tras una de las más bellas escenas, un baile de carnaval al que Alraune acude vestida de chico y la “víctima” de mujer. Y en la noche de intenso frío cortante caen gotas de sangre de labios mordidos y sus pies descalzos caminan sobre la nieve. Ella se burla de la idolatría y la sublimación. Así se lo hace patente a todos, pero ellos no lo entienden y acaban abocados a la autodestrucción.

Cuando al fin encuentra a alguien que la trata como a una igual, y ella le ama, ya no puede evitar seguir envuelta en el viejo mecanismo de muerte, en una inevitable expresión de sí misma. Esta relación final, con la única persona que la ha mirado a los ojos, la ha conocido y aceptado, es un continuo diálogo de dos almas luchando y amando con su poder en la mano. El jardín se transforma en laberinto y paraíso, en templo pagano y bosque prehistórico poblado de instinto y fuerzas antiguas y oscuras. Son dos alquimistas, dos cautivantes brujos conjurando con dulces y violentas invocaciones a todos los poderes.

En cuanto a su final, Mandrágora termina como los héroes místicos. Es traicionada por su víctima más impotente, mientras ella sigue volcada en su misterioso origen: la noche, la luna, la pureza de lo salvaje. En palabras directas de su autor, en un Final paralelo al Preludio: “Para ti escribí este libro, hermana mía… Tómalo de manos de un bravo aventurero, un loco presuntuoso que fue al mismo tiempo un callado soñador. De manos de uno, hermanita, que marchó al margen de la vida”



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