lunes, 28 de agosto de 2017

Bailar es desde dentro hacia fuera. 'Mi vida' de Isadora Duncan

Por Tesa Vigal

Vanessa Redgrave en 'Isadora de Karel Reisz
“No existen empalizadas en el cielo… / soy una antorcha erguida…” (Bob Dylan, ‘Mr. Tambourine man’)

Es decir, sin pasos aprendidos, algo que puede ser divertido, pero no es bailar de verdad. Eso tan mágico que convierte tu cuerpo en música.
Nació en San Francisco, en 1877, pero hay gente que nace en una época, y pertenece a otra. Los hay, además, que tienen algo en común con la propia y esa mezcla de tiempo sin tiempo los convierte en canales irrepetibles, por donde fluye una obra creativa, forzosamente revolucionaria.

Ese es el caso de alguna gente que me gusta, como Don Quijote, Rimbaud, Dylan, Kafka, Buñuel… Isadora Duncan.
Supongo que, en la antigua Grecia, hubiera sido una rebelde hetaira, pero tenía en común con su tiempo la convulsión transformadora, el romanticismo imaginativo de los movimientos artísticos de finales del siglo XIX y principios del XX, y el punto personal de una pasión arrebatada que a veces puede confundirse con ingenuidad delirante, o afán trascendente. De ambas cosas, Isadora hubiera podido participar encogiéndose de hombros, aunque las sobrepasaba sin poder evitarlo.

Pero me parece que su cualidad esencial, la que posibilitó que lograra expresarse en el mundo y encontrar su sitio, era saber lo que quería de la vida (a veces es tremendamente difícil tenerlo claro). Por ello, la encantadora, culta, sensible hetaira se convirtió en bailarina revolucionaria, y lo dionisíaco de sus queridos dioses griegos acompañó su aventura.

Me parece que el espíritu de la contracultura estaba ya contenido en su obra y en su vida, empezando por su fusión arte-vida, en un único camino de partes complementarias. No es de extrañar que fuera contraria al matrimonio y tuviera dos hijos siendo soltera, ambos de destino trágico, como ella misma. Su propia creación, su danza, era un baile que rechazaba por vez primera instrucción y academias, haciéndolo libre, personal, apuntando a su fuente, la expresión fundida de cuerpo y sentimientos.

Con su túnica, sus sandalias, o descalza, apareció en los salones parisinos de americanos, ingleses y por último franceses. A su lado, su excéntrico hermano leyendo poemas, su madre tocando el piano, y su hermana metida en alguna breve conferencia sobre cualquier asunto sorprendente. Grupo encantador, pero inusitado, que tomaron por asalto las calles de Londres y París, gritando en un francés elemental, entre baile y baile: “buscar estudio, buscar estudio”. Ella lo contaba así en su insólito, emocionante libro autobiográfico ‘Mi vida’: “Nos levantábamos a las 5 de la mañana; tal era nuestra fiebre de conocer París. Empezábamos el día bailando en los jardines de Luxemburgo, caminábamos luego kilómetros y kilómetros a través de París y nos pasábamos horas enteras en el Louvre. Raymond tenía ya una carpeta cubierta de dibujos de todos los vasos griegos; invertíamos tanto tiempo en la sala de los vasos griegos, que el guardia empezó a sospechar, y cuando le expliqué, por medio de una pantomima, que yo iba únicamente a bailar, acordó que se trataba de locos inofensivos y nos dejó solos”.

Apunte a lápiz tomado en una
actuación de 1920
Una apasionada fiebre envolvía a su familia, y dejándose arrastrar por Isadora, habían llegado a Europa en un barco que transportaba ganado. Pero, la culminación de esa locura, llegó años más tarde, cuando en tierra griega, sobre una colina próxima a la Acrópolis, arrastraron tras ellos a los sorprendidos griegos que vieron, asombrados, resucitar ritos paganos en el atardecer de verano. Un gallo negro fue sacrificado, justo en el momento en que el sol se hundía. Se oían cantos e invocaciones, y la fiesta duró hasta el amanecer: “Deseábamos que los dioses nos fueran propicios, y con este propósito, en lugar de andar, bailábamos”.

Se podría decir que, como en los cuentos míticos, ella forzó al triunfo a acudir a su lado, de tanto desearlo y tanto creérselo. Puede que influyeran los largos y espontáneos discursos sobre su idea de la danza, con los que envolvía a empresarios, amigos y todo artista que se cruzara en su camino. Y esta continua, intensa llamada, atrajo a su vida a un millonario que hizo de mecenas, y así pasó de las hambrientas buhardillas sin muebles, a poder fundar sus escuelas donde sólo admitía a aquellos aún no distorsionados por la sociedad y mantenían libre su capacidad expresiva: los niños.

Y algo asombroso en esto. Como ella misma reconoció, nunca actuaba de forma precavida ni planeada. Fue el deseo inmediato lo que la movió siempre, y ello, a pesar de adversidades que surgían como resultado. Se daba el gusto de no negarse nada y, a la larga, este método que en teoría está reñido con el principio de la realidad, parece que “mágicamente” fue en su caso la varita con poderes ocultos para los demás. Podría decirse que, realmente, era una elegida por los dioses.

No todos la entendieron, había muchos que aplaudían por tratarse de algo nuevo, o por cualquier otro tipo de esnobismo, o los que lo hacían por imitar a su vecino de butaca. Sin embargo, las demostraciones que tuvo de admiración y auténtica comprensión fueron tan apasionadas como su arte, como ella misma. Cierta vez, en las calles de Berlín, rodeada de estudiantes de arte tras una actuación, les dijo que deberían destruir las horribles estatuas de cierta plaza, y ellos lo hubieran hecho si no hubiera intervenido la policía.

Su baile, era eléctrico, tan sensual como el abrazo más voluptuoso. Su forma de amar era la danza de una bacante, sin existir entre ambas cosas una frontera definida. Todo ese volcarse por entero explica la enorme fuerza de la impresión que producía. Tanta, que algunos hablaban de un aire magnético mientras bailaba, de un auténtico choque que envolvía los espectadores, haciéndoles gritar: “¡Isadora, qué bella es la vida!”. Entrega, la entrega generosa, abandonada, que sólo los fuertes pueden permitirse.

Y, claro, sentía por el ballet una mezcla de horror y rechazo. Cuando conoció a Pavlova, la famosa bailarina clásica, dijo de ella que era “la cumbre de la artificiosidad”. Opinaba que convertía al bailarín en un muñeco mecánico, borrando personas, separando cuerpo de espíritu, impidiendo, en fin, toda auténtica expresión personal, sentida; poniendo en su lugar movimientos estereotipados, producto de gimnasias torturadoras y absurdas.

Esto es lo que ella sentía bailando: “… amplios, hinchados como velas al viento, los movimientos de mi danza me arrastran hacia adelante y hacia arriba, y siento en mí la presencia de un poder supremo que escucha la música y la difunde por todo mi cuerpo, buscando una salida, una explosión. A veces, este poder brotaba con furia, y otras bramaba y me golpeaba hasta que mi corazón se encendía de pasión y yo pensaba que eran llegados mis últimos momentos. Otras veces, me acariciaba tristemente”.

Sin embargo, el baile actualmente sigue siendo estereotipado, sea clásico o el llamado contemporáneo. Parece que Isadora no hubiese existido, aunque creo que es fácilmente explicable. A los niños se les distorsiona y divide para siempre, y sigue imperando la corriente de ideas que identifica el arte con la técnica, algo ridículo, penoso, pero que es lo único que entienden los que no captan el lado profundo del arte, por cuestión de sensibilidad, no de erudición. Siguen imperando las convenciones, no la expresión. Y las personas que así lo creen crecieron de mala manera, sustituyendo en lugar de acumulando como los árboles, sacrificando su lado infantil, lúdico, la base de la persona auténtica. Por otra parte, Isadora fue demasiado única, excesiva criatura digna del mundo de los sueños. Un hecho individual y, como tal, una excepción.

Otro dato es que parece que consiguió la comunicación con alguna gente. Quizás debido al hecho de que, siendo tan insólita, no tenía conciencia de serlo, o si lo sospechó no creía que eso fuera un obstáculo, sino todo lo contrario, en un derroche de desafiante optimismo, que parece reflejarse en su vida envolviéndola en lo mítico.

Esta pagana, reunía como los antiguos griegos la naturaleza desbordante con el amor al pensamiento. Gozando al expresarse de cualquiera de ambas formas. Era lo perfecto dionisíaco. Como un árbol de 1000 años, perdido en la selva.
Isadora con el poeta Essenin
Resulta por tanto conmovedor que, reflexionando sobre su frialdad con cualquier joven que fuera limitado, o “normal”, se llamara a sí misma cerebral. Y es que sólo se arrebataba de amor con aquellos que fuesen tan paganos como ella, tan completos, creativos, viscerales. El poeta ruso Essenin, su amor más célebre, al que conoció ya en su madurez, cuando Essenin era un veinteañero, y que no aparece en su autobiografía, porque acaba justo antes de su viaje a Rusia, donde lo conoció, es un perfecto ejemplo del cariz que solían tener sus relaciones: desmedida, extravagante, escandalosa, trágica, poética.

'Isadora' película
En ‘Mi vida’, así habla de uno de sus amantes: “Encontré en él la carne de mi carne y la sangre de mi sangre. “¡Oh, eres mi hermana!”, solía decirme…”.
Más bien parece que eran sus amantes, los que se asustaban de ella, o bien cedían a los celos artísticos. Y huían. Cuando esto sucedía, ella debía percibir su diferencia como una fuente de la soledad, pero acababa por olvidarlo, consiguiendo una nueva comunicación, hasta que todo volvía a repetirse y la envolvía la angustia más gris y se escapaba al mar: “Siempre tuve pasión por el mar; siempre amé la soledad”. Permanecía aislada largas etapas, luchando contra la misantropía. Hay páginas estremecedoras en su autobiografía, hablando de esos momentos en que se sentía arrastrada hacia la muerte, hacia el agua. En instantes como aquellos, ella debía recordar con tristeza que, sin embargo, adoraba las fiestas hasta el amanecer, como una broma pesada del destino.

Amaba el cuerpo, los poemas de Walt Whitman y lo que Nietzche escribía. Se me ocurre que hubiera escuchado extasiada la guitarra excesiva de Jimmy Hendrix.
En la película ‘Isadora’, de Karl Reisz, la interpretó de manera estremecedora la enorme Vanessa Redgrave. Allí sale reflejada su muerte, en septiembre de 1927, en una escena teñida de ambigüedad, cruzada por la melancolía y la pasión. Poniéndose de pie, en el coche descapotable al que la había invitado un desconocido, la cara al viento de la velocidad en una carretera de la costa de Niza, y echándose hacia atrás el largo pañuelo que llevaba al cuello, mientras gritaba “¡vamos hacia la gloria!”. Con ese movimiento, el pañuelo se enganchó en los radios de una rueda y ella murió estrangulada.
Destino, o no, creo que le hubiera parecido una muerte armónica con ella misma.

  


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