lunes, 23 de febrero de 2015

'Pequeño, grande' de John Crowley.

Por Tesa Vigal

Ante todo no confundir a este autor fascinante, llamado John, actual profesor de escritura creativa en la universidad de Yale, con el oscuro personaje de principios del siglo XX, del mismo apellido pero diferente nombre, Aleister. Hay una frase en esta inclasificable novela que podría resumir la hondura en la que bucea, con un encanto escurridizo, un hechizo delicioso en el que te dejas envolver sin darte cuenta: “Las cosas que nos hacen felices nos hacen sabios”. Porque tras su aparente sencillez las palabras felices y sabios nos preguntan, con un desafío casi impertinente. Ambas implican el valor de mirarse a uno mismo y luego reconocerse y luego decidir en consecuencia.
Con cada respuesta entras en una habitación distinta que contiene nuevas puertas y otras habitaciones y pasillos en curva, algunos con escaleras, otros sin ellas y la casa de límites borrosos se irá agrandando según nos internamos en ella hacia su centro y se irá empequeñeciéndose hasta desaparecer si nos dirigimos hacia cualquier otra parte.

En esta novela, ambientada en la actualidad, hay una casa central en el libro de Crowley (y de cada vida), llamada no por casualidad Bosquedelinde, que también desvelará otras muchas peculiaridades, por ejemplo la de desembocar en la salida todos los pasillos que parecen ir hacia su interior y precipitarse en su centro aquellos pasillos que parecían conducir al exterior. Y tiene como complemento una casa en la gran ciudad, tremendamente urbana y tan compleja y contradictoria como su hermana campestre.


El portón de acceso a su laberíntico jardín, por el que penetró casi al principio de su historia Fumo, uno de sus protagonistas para casarse con una de las chicas de la casa, tiene la virtud de convertir en irrevocable aquel primer paso decisivo y, por lo tanto, nunca se saldrá de allí aunque se vuelva a atravesar cientos de veces.

La condición para llegar a él es la inevitable para cualquier viaje interior (con todos sus periplos exteriores surgidos del alma): tiene que hacerse caminando, siguiendo el mapa personal que no se sabe de dónde ha salido, comiendo las provisiones que uno mismo se ha puesto en la mochila, casera no comprada, y pernoctar en sitios encontrados por uno mismo, o bien mendigar, o ser invitado. Además la meta, esa casa en otra parte, no aparecerá explícitamente en el mapa. 


Porque sólo las promesas entrevistas y sentidas en la infancia, sin necesidad de alguien para pronunciarlas, son las reales y verdaderas. Todas las demás, que surgen a lo largo de la vida, no son más que hojarasca ilusoria y caduca que extravían la dirección que señalaban aquellas.

Da igual que uno viva en una gran ciudad, o en lo más agreste del bosque, Bosquedelinde está allí, cerca o lejos dependiendo de nuestros pasos, no del escenario por el que andemos.
El secreto del viento del norte es la propia existencia de su espíritu, aquel que sopla mágicamente desde su cara invisible, aunque muchos sólo consideren su cara física, la de corriente de aire desmenuzada patéticamente por la ciencia.


Y como el viento todo tiene dos caras, su espíritu y su forma material. La mirada legendaria con la que Crowley contempla y despliega (otro mapa) las peripecias vitales de los personajes de esta historia, unos urbanos, otros campestres, es una portentosa mano desgranando palabras como pasos, miradas, decisiones, revelando sus raíces de vertiginosa profundidad y consecuencias infinitas como el aire. Ambas cosas están ahí, pero sólo se ven cuando nuestra vida funda mundo y cada vez que nos enchufamos a nuestro sentido, o el alma nos susurra canciones más profundas que cualquier religión o filosofía, tan abismales como el mar, tan poderosas como el inconsciente, tan bellas como auténticas y a menudo extrañas.


Es una historia que vuelve a colocar al País Borroso y sus habitantes como una parte esencial de la vida cotidiana y entrelazada con las calles más urbanas. Asombrosa alquimia verdadera, que revela la magia del sexo, el significado de las señales, personajes que se apellidan Ratón, arcanas encrucijadas en los pasillos del metro, dos hermanas inseparables que compartirán amorosamente a Fumo, fotos reveladoras de figuras que estaban y no estaban entre el follaje de un jardín, un coche abandonado por el hermano seductor del que nunca volvió a saberse, la vieja trucha que una vez tuvo una existencia humana, ojos salvajes (es decir, puros), o niñas desaparecidas llevadas por Ellos (así es como nombran sus personajes a esos otros presentidos, entrevistos y añorados, deseados y temidos de la Otra Parte) a un País Borroso que nunca se nombra, pero cuyo latido es asombrosamente físico a lo largo de sus páginas, que parecen brotar solas a su debido tiempo, como las hojas en primavera desde la oscuridad misteriosa de la tierra.


La sabiduría, el alma de la civilización occidental (y que aún se conserva en los pueblos llamados primitivos) se relegó y desechó en los cuentos míticos, de origen anónimo y ancestral llenos de pavor y maravilla (que diría Castaneda), la tela que trenza el mundo entero. Es el momento de su regreso en perfecta fusión con el lado racional, sin que ningún lado se reprima, para que juntos (de nuevo el sexo, de nuevo la alquimia) nos devuelvan nuestro ser entero y libre.

Para recorrer y empaparse por la fascinación heterodoxa de este libro, ahí está la brújula que guardas desde siempre en ese cajón bajo llave. Justo en ese.

martes, 10 de febrero de 2015

'Otra vuelta de tuerca' de Henry James, "fantasmas" diferentes

Por Tesa Vigal

Henry James nació en Nueva York el 15 de abril de 1843, hermano del también famoso William James, filósofo y psicólogo cuya teoría del fluir de la conciencia influyó en todo un grupo de escritores, de principios del siglo XX como Virginia Woolf, James Joyce, Faulkner... Y por supuesto sobre su hermano escritor, Henry, viajero incansable por Europa en la que acabó viviendo.

De amable trato cordial pero distante, contenido. Ese es, precisamente, el clima más superficial de sus relatos, aunque por debajo palpita una gran pasión plasmada con aguda sutilidad, una intensidad emocional de sus personajes siempre ocultada o dormida bajo una capa de formalismos, y una gran complejidad que se escapa en detalles, gestos, miradas. Se podría decir que, esencialmente, la impresión de sus relatos es por una parte la de un laberinto de espejos, y por otra la de un volcán comprimido cuya erupción te llega tiempo después.


Su manera de escribir es sutil, agudamente observadora, laberíntica, remota y al mismo tiempo profunda, lo que crea un especial hechizo, que puede producir disgusto o fascinación, pero casi siempre una inquietante incomodidad. El secreto, de hechos o de emociones, ocupa un papel relevante en sus historias, pero también en su forma de escribir, que además tiene algo de la técnica de los pintores impresionistas. Esto último destaca sobre todo en sus cuentos, en los cuales con pocos trazos plasma situaciones que son todo un universo emotivo y existencial. 


Es un ejemplo perfecto para entender la diferencia entre “culebrón” y drama, melodrama y tragedia, sentimentaloide y sentimental... Esa diferencia es la profundidad, no la trama de una historia. Todo puede emocionar, pero el alcance largo y el enriquecimiento y la posibilidad de “volar” sólo están del lado de lo profundo.

Algunos de sus relatos que me han gustado, aunque menos que ‘Otra vuelta de tuerca’: ‘Lo que Maisie sabía’, ‘Retrato de una dama’ (llevada al cine protagonizada por Nicole Kidman y John Malcovich), ‘Las bostonianas’, ‘ Los papeles de Aspern’ (fascinante relato sobre la búsqueda de un manuscrito del poeta Shelley, sobre la soledad y el desamor) y ‘La copa dorada’.

‘Otra vuelta de tuerca’ ha sido llevado al cine varias veces. Entre otras en 1961: The inocents por Jack Clayton (abajo imágenes de la película). En 1980 por Gratme Clifford. En 1992 por Rusty Lemorande y Peter Weigl. Y la versión española (de terror gay la he visto catalogada en internet) de Eloy de la Iglesia. No he visto ninguna. Pero se me ocurre que para captar la atmósfera devoradora de este relato, el director de cine David Lynch quizá hubiera logrado plasmarla.


Volviendo al relato de James, yo diría que es el más original y perturbador de lo que he leído de él. De nuevo menciono que en manos de otro autor hubiera sido un relato de fantasmas cualquiera. En manos de Henry James se convierte en algo inclasificable y turbio, de un alcance portentosamente largo y de significados sucesivos que dan la impresión de perderse uno dentro de otro, como la imagen reflejada en un espejo de la imagen reflejada en otro espejo de la imagen... Y así sucesivamente. Puede que por esa razón, por las múltiples capas de la realidad y nuestra percepción humana se titula otra vuelta de tuerca.

Si la presencia de un niño en un relato oscuro es siempre más impactante, aquí esa impresión es desmenuzada con un efecto demoledor. Porque, y este es uno de sus rasgos más peculiares, el acento en esta historia no está puesto en las personas que aparecen desde otro plano (que además nunca se sabe cuál es porque sobrepasa cualquier definición al uso), sino en sus testigos y sus reacciones y el efecto moral y existencial en sus vidas. 


Lo primero que llama la atención es que la gente que aparece no es un fantasma. No es nadie “fantasmal”, ni poseedor de características sobrenaturales, ni nada que se parezca a almas en pena. Son personas, gente con la misma personalidad que tuvieron en vida, y no sólo eso, sino con todos los detalles cotidianos de la “realidad” más radical (cómo mira uno de ellos fijamente a la protagonista que cuenta el relato, cómo se aleja lentamente pasando su mano por el parapeto donde se aparece, cómo busca con la mirada a los niños de la casa con una voluntad imperiosa y decidida...). Son personas con las mismas motivaciones y calidad moral que tuvieron en vida, sólo que ahora adquieren por ello una fuerza “individual”  espeluznante y una voluntad avasalladora, ya que en teoría vendrían de un plano donde todo tendría que ser diferente. Que no lo sea es de un efecto desestabilizador sorprendente. En este relato las dos vidas, los dos planos son intercambiables.

También es posible que esas apariciones, de lo que sea, sean sólo fruto de la visión personal de la institutriz que relata la historia. En ese caso sería “sólo” el río desbordado y desbordante del delirio de una persona. Aunque aquí no veo la diferencia rotunda que algunos marcan entre lo real y la alucinación. En ambos casos remitiría a uno de los temas de la historia: el mundo creado por nuestra percepción personal y desde ese punto la línea difusa y cuestionable de lo irreal y lo real.  

Y los testigos. Son de dos tipos. Uno inocente, que está personificado en la persona adulta que relata la historia. Y otro, contradictoriamente adulto, que sabe y lo oculta, personificado por los niños. Que para los niños sean naturales esos sucesos puede suceder a veces, a ello apuntan las teorías sobre su especial sensibilidad y percepción que se les atribuye. Pero que además sean conscientes, al mismo tiempo, de su carácter extraño ya resulta poco frecuente. Si a esto se le añade que lo ocultan a los adultos porque quieren y aceptan y comprenden las motivaciones de los aparecidos, ya se convierte en una situación perturbadora. Pero es que además, la motivación de los aparecidos, sean lo que sea, sería corromperles y eso les hace cómplices de ellos. Sin embargo en el resto de su vida cotidiana son niños encantadores y hasta angelicales, que no dan nunca ningún problema... Pero “ven” y lo disimulan y el testigo adulto no se atreve a preguntarles directamente, hasta que lo hace y ellos entonces mienten. Constantemente está el laberinto de alguien que sabe que el otro sabe que el otro sabe.

Y otro espejo difuso y ambivalente, es precisamente el significado de corromper y ser corrompido. Nada es sencillo en Henry James y esto tampoco (aunque he oído opiniones de alguna gente afirmando que se trata de un caso de pederastia, lo que me parece de lo más simplón, algo que estaría lejos de la sugerencia sistemática de Henry James). En este relato plantea esa cuestión y la deja en el aire. Aunque se está tentado de adjudicarle un carácter mítico, asociándolo al verbo conocer (ese árbol del conocimiento del paraíso bíblico nos resuena). Pero no se queda en esa asociación, ni siquiera es mencionada indirectamente. A mí me pareció que iba más allá, apuntando, de alguna manera, al papel misterioso de la dualidad consciente-inconsciente. ¿De qué sirve ser consciente? ¿Son puros los hechos inconscientes? Y ahí quedan esos niños imborrables por bordear esa frontera enigmática de por sí en el ser humano, pero más misteriosa aún en la infancia y en lo que “sucede” en los niños al crecer.

Para mí es un relato inclasificable. Más allá de géneros. Y absolutamente inolvidable. Por lo tanto abstenerse los que sólo buscan estereotipos del género gótico, o los que pasan de atmósfera y se conforman con tramas aparentes, cuanto más periodísticas mejor.