viernes, 4 de septiembre de 2015

'La campana de cristal' de Silvia Plath


Por Tesa Vigal

El mundo es extraño. Lo perciben los extraños, lo sienten los sensibles, lo exploran los poetas. Claro que también hay personas que son las tres cosas. Por ejemplo, Silvia Plath. Lo primero que leí de ella fue un corto poema, dentro de una antología de poetas suicidas. Su verso, "un dios ha debido apresarme por la raíz de mis cabellos", me impresionó por la exacta sensación de alguien debatiéndose contra lo poderoso de la vida, que se ha fijado en ti sin tú quererlo, por los motivos que sobrepasan a cualquier ser humano: lo misterioso que anima al mundo por alguna razón secreta, que te da vida para tirar de ti hacia una dirección oscura, que los demás parecen desconocer (hay un montón de información sobre su vida, no sólo en internet, para los que estén interesados).



'La campana de cristal' es uno de los pocos libros, novela en este caso, que me han dejado temblando. Los hay que me resultan interesantes y luego están los especiales, los que me llegan al alma y allí anidan, fascinándome, revelando infinitos efectos sobre mí cuando los releo. Pero entre estos últimos, sólo unos pocos me han dejado temblando. Junto al libro de Silvia Plath están 'Una temporada en el infierno' de Rimbaud, 'Poeta en Nueva York' de Lorca, 'Crónica del pájaro que da cuerda al mundo' de Murakami, 'Cumbres borrascosas' de Emily Brontë, 'Las vírgenes suicidas' de Eugenides y 'El corazón de las tinieblas' de Conrad. (De algunos ya he hablado en este blog)

En los libros con huella profunda y sombra alargada, las impresiones y sensaciones que transmiten no vienen sólo de la historia que cuentan, sino que también surgen de la manera de contarlo. En 'La campana de cristal' es una sobriedad escalofriante, a través de los ojos de la narradora (Silvia-Esther), contemplando el mundo como un testigo involuntario, condenado a sentir, sin poder volar. Lo que se siente bajo una campana de cristal, es un vacío apabullante que todo lo devora, empezando por las cosas más cotidianas, esas que parecen "normales", incluso agradables.
Encuentros o citas sin sentido, con sabor a absurdo. Soledad en compañía que empapa la cháchara, admirablemente convencional, del resto de chicas compañeras del hotel. La visión de una "carrera" como algo asumido, natural, deseable (¿por qué?), pero que a Silvia-Esther le parece una idea dudosa, en el mejor de los casos. En el peor, un motivo por el que sentirse rechazada. La foto que van a hacerle con una flor en la mano, y que a ella le resulta vergonzosa por su artificiosidad estúpida. Como no se atreve a negarse, acaba llorando delante de la cámara. Un destino de marido y niños como promesa de felicidad, bajo la amenaza del rechazo si alguna mujer (especialmente en los años 50, aunque hoy todavía colea) reconoce que eso no le sirve, o no le gusta. Supongo que en ese punto aletea la negativa de alguna gente a ver personas en los seres humanos, aferrándose a una visión biologista de machos y hembras. 

Dibujo de S. Plath

Pero desde luego este libro no se queda ahí (en ese caso sería interesante, pero de corto alcance).  La campana de cristal puede ser la forma de sentir la vida de cualquier persona y lo terrible no es no ver la salida, sino el rechazo de los demás hacia esa rareza, esa desadaptación devastadora, añadiendo así incomprensión al dolor previo.

En los años 50, era probable que los "raros" acabaran ingresados en un psiquiátrico por sus bienintencionados familiares, y allí recibir preciosos tratamientos de electroshock. No sólo le pasó a Silvia. Recuerdo ahora una peli impresionante, 'Frances', sobre el caso de la actriz rebelde Frances Farmer (interpretación memorable de Jessica Lange). Pero, aunque se hubiera librado de ello, Silvia-Esther seguiría mirando con sed de sentido, cada detalle a su alrededor, cada gesto, con el mismo estupor. 



Es terrible como la gente la etiqueta de inmediato, como una curiosa defensa inconsciente ante lo que se les escapa. Por ejemplo, en este párrafo: "Una vez, en una calurosa noche de verano, había pasado una hora besando a un estudiante de derecho de Yale, peludo como un mono, porque sentía lástima por él. Era tan feo... Cuando terminé, dijo: "Te tengo calada, nena. Serás una mojigata a los cuarenta".
"¡Facticio! garabateó mi profesor de literatura creativa del colegio en un cuento mío llamado 'El gran fin de emana'.
Yo no sabía qué significaba "facticio", así que lo busqué en el diccionario.
Facticio: Artificial, falso.
Nunca llegarás a ninguna parte así".

La forma de contar de Silvia-Esther, tan descarnadamente sobria, enfoca lo que no se enfoca, desvelando el otro lado de las cosas. Puntualizar, agigantar con su melancólica lupa, en un sostenido primer plano que respira y respira.