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Vanessa Redgrave en 'Isadora de Karel Reisz |
“No
existen empalizadas en el cielo… / soy una antorcha erguida…” (Bob Dylan, ‘Mr.
Tambourine man’)
Es decir, sin pasos aprendidos, algo que
puede ser divertido, pero no es bailar de verdad. Eso tan mágico que convierte
tu cuerpo en música.
Nació en San Francisco, en 1877, pero hay
gente que nace en una época, y pertenece a otra. Los hay, además, que tienen
algo en común con la propia y esa mezcla de tiempo sin tiempo los convierte en
canales irrepetibles, por donde fluye una obra creativa, forzosamente
revolucionaria.
Ese es el caso de alguna gente que me
gusta, como Don Quijote, Rimbaud, Dylan, Kafka, Buñuel… Isadora Duncan.
Supongo que, en la antigua Grecia, hubiera
sido una rebelde hetaira, pero tenía en común con su tiempo la convulsión
transformadora, el romanticismo imaginativo de los movimientos artísticos de
finales del siglo XIX y principios del XX, y el punto personal de una pasión
arrebatada que a veces puede confundirse con ingenuidad delirante, o afán
trascendente. De ambas cosas, Isadora hubiera podido participar encogiéndose de
hombros, aunque las sobrepasaba sin poder evitarlo.
Pero me parece que su cualidad esencial, la
que posibilitó que lograra expresarse en el mundo y encontrar su sitio, era
saber lo que quería de la vida (a veces es tremendamente difícil tenerlo
claro). Por ello, la encantadora, culta, sensible hetaira se convirtió en
bailarina revolucionaria, y lo dionisíaco de sus queridos dioses griegos
acompañó su aventura.
Me parece que el espíritu de la
contracultura estaba ya contenido en su obra y en su vida, empezando por su fusión
arte-vida, en un único camino de partes complementarias. No es de extrañar que
fuera contraria al matrimonio y tuviera dos hijos siendo soltera, ambos de
destino trágico, como ella misma. Su propia creación, su danza, era un baile
que rechazaba por vez primera instrucción y academias, haciéndolo libre,
personal, apuntando a su fuente, la expresión fundida de cuerpo y sentimientos.
Con su túnica, sus sandalias, o descalza,
apareció en los salones parisinos de americanos, ingleses y por último
franceses. A su lado, su excéntrico hermano leyendo poemas, su madre tocando el
piano, y su hermana metida en alguna breve conferencia sobre cualquier asunto
sorprendente. Grupo encantador, pero inusitado, que tomaron por asalto las
calles de Londres y París, gritando en un francés elemental, entre baile y
baile: “buscar estudio, buscar estudio”. Ella lo contaba así en su insólito,
emocionante libro autobiográfico ‘Mi vida’: “Nos
levantábamos a las 5 de la mañana; tal era nuestra fiebre de conocer París.
Empezábamos el día bailando en los jardines de Luxemburgo, caminábamos luego
kilómetros y kilómetros a través de París y nos pasábamos horas enteras en el
Louvre. Raymond tenía ya una carpeta cubierta de dibujos de todos los vasos
griegos; invertíamos tanto tiempo en la sala de los vasos griegos, que el
guardia empezó a sospechar, y cuando le expliqué, por medio de una pantomima,
que yo iba únicamente a bailar, acordó que se trataba de locos inofensivos y
nos dejó solos”.
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Apunte a lápiz tomado en una actuación de 1920 |
Una apasionada fiebre envolvía a su
familia, y dejándose arrastrar por Isadora, habían llegado a Europa en un barco
que transportaba ganado. Pero, la culminación de esa locura, llegó años más
tarde, cuando en tierra griega, sobre una colina próxima a la Acrópolis,
arrastraron tras ellos a los sorprendidos griegos que vieron, asombrados,
resucitar ritos paganos en el atardecer de verano. Un gallo negro fue
sacrificado, justo en el momento en que el sol se hundía. Se oían cantos e
invocaciones, y la fiesta duró hasta el amanecer: “Deseábamos que los dioses nos fueran propicios, y con este propósito,
en lugar de andar, bailábamos”.
Se podría decir que, como en los cuentos
míticos, ella forzó al triunfo a acudir a su lado, de tanto desearlo y tanto
creérselo. Puede que influyeran los largos y espontáneos discursos sobre su
idea de la danza, con los que envolvía a empresarios, amigos y todo artista que
se cruzara en su camino. Y esta continua, intensa llamada, atrajo a su vida a
un millonario que hizo de mecenas, y así pasó de las hambrientas buhardillas
sin muebles, a poder fundar sus escuelas donde sólo admitía a aquellos aún no
distorsionados por la sociedad y mantenían libre su capacidad expresiva: los
niños.
Y algo asombroso en esto. Como ella misma
reconoció, nunca actuaba de forma precavida ni planeada. Fue el deseo inmediato
lo que la movió siempre, y ello, a pesar de adversidades que surgían como
resultado. Se daba el gusto de no negarse nada y, a la larga, este método que
en teoría está reñido con el principio de la realidad, parece que “mágicamente”
fue en su caso la varita con poderes ocultos para los demás. Podría decirse
que, realmente, era una elegida por los dioses.
No todos la entendieron, había muchos que
aplaudían por tratarse de algo nuevo, o por cualquier otro tipo de esnobismo, o
los que lo hacían por imitar a su vecino de butaca. Sin embargo, las
demostraciones que tuvo de admiración y auténtica comprensión fueron tan apasionadas
como su arte, como ella misma. Cierta vez, en las calles de Berlín, rodeada de
estudiantes de arte tras una actuación, les dijo que deberían destruir las
horribles estatuas de cierta plaza, y ellos lo hubieran hecho si no hubiera
intervenido la policía.
Su baile, era eléctrico, tan sensual como
el abrazo más voluptuoso. Su forma de amar era la danza de una bacante, sin
existir entre ambas cosas una frontera definida. Todo ese volcarse por entero
explica la enorme fuerza de la impresión que producía. Tanta, que algunos
hablaban de un aire magnético mientras bailaba, de un auténtico choque que
envolvía los espectadores, haciéndoles gritar: “¡Isadora, qué bella es la
vida!”. Entrega, la entrega generosa, abandonada, que sólo los fuertes pueden
permitirse.
Y, claro, sentía por el ballet una mezcla
de horror y rechazo. Cuando conoció a Pavlova, la famosa bailarina clásica,
dijo de ella que era “la cumbre de la artificiosidad”. Opinaba que convertía al
bailarín en un muñeco mecánico, borrando personas, separando cuerpo de
espíritu, impidiendo, en fin, toda auténtica expresión personal, sentida;
poniendo en su lugar movimientos estereotipados, producto de gimnasias
torturadoras y absurdas.
Esto es lo que ella sentía bailando: “… amplios, hinchados como velas al viento,
los movimientos de mi danza me arrastran hacia adelante y hacia arriba, y
siento en mí la presencia de un poder supremo que escucha la música y la
difunde por todo mi cuerpo, buscando una salida, una explosión. A veces, este
poder brotaba con furia, y otras bramaba y me golpeaba hasta que mi corazón se
encendía de pasión y yo pensaba que eran llegados mis últimos momentos. Otras
veces, me acariciaba tristemente”.
Sin embargo, el baile actualmente sigue
siendo estereotipado, sea clásico o el llamado contemporáneo. Parece que
Isadora no hubiese existido, aunque creo que es fácilmente explicable. A los
niños se les distorsiona y divide para siempre, y sigue imperando la corriente
de ideas que identifica el arte con la técnica, algo ridículo, penoso, pero que
es lo único que entienden los que no captan el lado profundo del arte, por
cuestión de sensibilidad, no de erudición. Siguen imperando las convenciones,
no la expresión. Y las personas que así lo creen crecieron de mala manera,
sustituyendo en lugar de acumulando como los árboles, sacrificando su lado
infantil, lúdico, la base de la persona auténtica. Por otra parte, Isadora fue
demasiado única, excesiva criatura digna del mundo de los sueños. Un hecho
individual y, como tal, una excepción.
Otro dato es que parece que consiguió la
comunicación con alguna gente. Quizás debido al hecho de que, siendo tan
insólita, no tenía conciencia de serlo, o si lo sospechó no creía que eso fuera
un obstáculo, sino todo lo contrario, en un derroche de desafiante optimismo,
que parece reflejarse en su vida envolviéndola en lo mítico.
Esta pagana, reunía como los antiguos
griegos la naturaleza desbordante con el amor al pensamiento. Gozando al
expresarse de cualquiera de ambas formas. Era lo perfecto dionisíaco. Como un
árbol de 1000 años, perdido en la selva.
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Isadora con el poeta Essenin |
Resulta por tanto conmovedor que,
reflexionando sobre su frialdad con cualquier joven que fuera limitado, o “normal”,
se llamara a sí misma cerebral. Y es que sólo se arrebataba de amor con
aquellos que fuesen tan paganos como ella, tan completos, creativos,
viscerales. El poeta ruso Essenin, su amor más célebre, al que conoció ya en su
madurez, cuando Essenin era un veinteañero, y que no aparece en su
autobiografía, porque acaba justo antes de su viaje a Rusia, donde lo conoció,
es un perfecto ejemplo del cariz que solían tener sus relaciones: desmedida,
extravagante, escandalosa, trágica, poética.
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'Isadora' película |
En ‘Mi vida’, así habla de uno de sus amantes:
“Encontré en él la carne de mi carne y la
sangre de mi sangre. “¡Oh, eres mi hermana!”, solía decirme…”.
Más bien parece que eran sus amantes, los
que se asustaban de ella, o bien cedían a los celos artísticos. Y huían. Cuando
esto sucedía, ella debía percibir su diferencia como una fuente de la soledad,
pero acababa por olvidarlo, consiguiendo una nueva comunicación, hasta que todo
volvía a repetirse y la envolvía la angustia más gris y se escapaba al mar: “Siempre tuve pasión por el mar; siempre amé
la soledad”. Permanecía aislada largas etapas, luchando contra la
misantropía. Hay páginas estremecedoras en su autobiografía, hablando de esos
momentos en que se sentía arrastrada hacia la muerte, hacia el agua. En
instantes como aquellos, ella debía recordar con tristeza que, sin embargo,
adoraba las fiestas hasta el amanecer, como una broma pesada del destino.
Amaba el cuerpo, los poemas de Walt Whitman
y lo que Nietzche escribía. Se me ocurre que hubiera escuchado extasiada la
guitarra excesiva de Jimmy Hendrix.
En la película ‘Isadora’, de Karl Reisz, la
interpretó de manera estremecedora la enorme Vanessa Redgrave. Allí sale
reflejada su muerte, en septiembre de 1927, en una escena teñida de ambigüedad,
cruzada por la melancolía y la pasión. Poniéndose de pie, en el coche descapotable
al que la había invitado un desconocido, la cara al viento de la velocidad en
una carretera de la costa de Niza, y echándose hacia atrás el largo pañuelo que
llevaba al cuello, mientras gritaba “¡vamos hacia la gloria!”. Con ese
movimiento, el pañuelo se enganchó en los radios de una rueda y ella murió
estrangulada.
Destino, o no, creo que le hubiera parecido
una muerte armónica con ella misma.