Por Tesa Vigal
Persona, ser humano más allá del género y el tiempo. De eso trata esta inclasificable novela que atrapa con la suavidad del terciopelo, la rotundidad de la muerte y la belleza de un bosque salvaje.
Virginia Woolf
nació el 25 de Enero de 1882 y murió el 29 de Marzo de 1941, suicidándose
metiéndose en un río tras haber llenado sus bolsillos de piedras. Nunca fue al
colegio. En su infancia estudió en casa y leyó incansablemente en la biblioteca
de su padre. Dos citas muy significativas tanto del contenido
de su obra como de su vida: “La vida es
un sueño, el despertar es lo que nos mata”. Y “es mucho más difícil matar a un
fantasma que a una realidad”.
Sólo he
leído de ella otro libro: ‘Señora Dalloway’, que no me dejó ninguna huella.
Nada que ver con ‘Orlando’. Sus otras novelas no me han dado ganas de leerlas
por los comentarios de gente. Así que repito esta reseña sobre ‘Orlando’ trata
sobre este libro único y no sobre el resto de su obra.
Sin
embargo el escritor Cunningham escribió una interesante novela, ‘Las horas’, sobre
la gestación de ‘Señora Dalloway’ y el efecto de su lectura en dos mujeres de
diferentes épocas. Se ha llevado al cine recientemente por Stephen Daldry, para
mí de manera fascinante, en una de esas películas que son mucho más imborrables
que el libro en el que se basan. Encarnada la escritora por una gran interpretación
de Nicole Kidman y otra magnífica de Julianne Moore y de Meryl Streep.
‘Orlando’ se llevó al cine por Sally Potter y protagonizada por Tilda Swinton. Ver fotos abajo.
Novela
de intenso poder evocador, plagada de imágenes fascinantes y todo el despliegue
poético (en su sentido más profundo y vital). En cualquier otro escritor una
historia con ese argumento, una persona que va cambiando de sexo y de época, se
clasificaría como literatura fantástica (de hecho este libro lo he visto
etiquetado así en alguna parte). Pero es un libro que trasciende cualquier
género por su profunda sutilidad laberíntica. En ese sentido, sin embargo,
pueden rastrearse pasajes que recuerdan a la futura forma de contar, llamada
realismo fantástico, de un García Márquez. En realidad se trata de invocar esa
frontera onírica que a veces viene contenida en la propia realidad.
Trata
sobre un adolescente del siglo XVI inglés, que aspira a dejar una huella útil
de su paso por el mundo. Aspira a la huella material y anónima de tantas manos
sin nombre. Anónimas esa es la clave: lo que importa es la obra, no quien la
hizo. No importa si fue un hombre o una mujer, creyente o escéptico... Al final
lo que importa es lo que sintió y lo que materializó.
La vida
de Orlando, el protagonista, le lleva después a Constantinopla y allí le sucede
algo insólito por lo profundo y crucial de la experiencia: después de una
fiesta se va a la cama y duerme, duerme, duerme sin que nadie pueda despertarlo durante 7 días (de nuevo un símbolo de un ciclo completo, esta vez encarnado
por un número mágico y esotérico). Y cuando despierta es una mujer.
El
dormir. Estado del alma, o viaje a otra dimensión, que es también fuente
simbólica por dos razones. Una que durante ese tiempo el exterior está de
alguna manera “paralizado” como nuestro cuerpo. Un periodo de paréntesis, de
pausa enigmática. La segunda que durante ese tiempo es posible el sueño. El
acceso directo a nuestro inconsciente, y quizá también al colectivo. Contacto
con nuestra parte más sabia y con ese lado misterioso de la vida que se
desdibuja, rozando otras dimensiones. Una “muerte” diaria...
Sí, de
repente se despierta y se ha convertido en una mujer, con todo el recuerdo de
su pasado intacto, su misma cara, su misma identidad. Paso inevitable en
cualquier viaje iniciático, la trascendencia del género para poder convertirse
en un ser que abarca a ambos sexos, haciendo así posible el Amor: la
experiencia de ser una persona. Más allá de etiquetas y prejuicios. El escalón
que permite volar aunque no lo provoca directamente. Sólo lo hace posible. Otro
sexo pero igual identidad. La identidad está más allá del sexo y la esencia, si
existe, también.
![]() |
Nicole Kidman en 'Las horas' |
Después
de esa transformación abandona su puesto de embajador y huye por los campos con
una tribu de gitanos vestido (ahora “vestida”) con la casaca y los bombachos
turcos que pueden vestir ambos sexos. Y vive con ellos hasta que empiezan a
recelar de su actitud contemplativa y solitaria, de su viejo amor por la naturaleza,
de su vena poética...
Cuando
tiene que vestirse de mujer para volver a Inglaterra y descubre la manera
absurda de tratar a las mujeres y lo que se espera de ellas se da cuenta de que
esa naturaleza femenina (sumisa, recatada, etc.) es falsa. Pero lo más
importante es esa capacidad, otorgada por su transformación, de estar fuera de
ambos sexos y verles a ambos desde fuera.
También
descubre lo bueno de la situación femenina: no tener que preocuparse de
ambiciones externas y poder dedicarse a la contemplación y el amor, que como
poeta reconoce ser lo mejor de la vida. La actitud más sabia y profunda.
La
ironía entrelazada constantemente al describir la acción. Y lo sensorial
entrelazado con los pensamientos. El resultado relativiza, fusiona, es sorprendente y revelador. O la ironía reinando en solitario en algunos
párrafos. Ironía sutil y con matices surrealistas.
Juega a
ser mujer, sabiendo que no es en el fondo de ningún sexo y de ambos a la vez. Y
aunque se había transformado en una mujer, de vez en cuando sale vestida de
hombre por las calles y goza del amor de ambos sexos. En un encuentro
tumultuoso con un hombre en pocos minutos entrelazan sus vidas sin necesidad de
contársela. En resumen él la dice de repente: “señora eres un hombre...”. Y
ella le dice: “eres una mujer...”. Y la identidad siempre perenne en lo que
nunca cambiaba en él/ella: carácter pensativo, introvertido, amor por la
naturaleza y la poesía. Todo lo demás cambiaba y la gente es en lo que se fija
porque es más difícil y peligroso descubrir y observar la base de lo que
permanece.
El
tiempo desaparece y van pasando los siglos para Orlando, como si su
transformación la hubiera sacado de la línea del tiempo y también lo
contemplara desde fuera. Y los antiguos siglos tan vitales (del XVI al XVIII)
dan paso al XIX. Un siglo puritano, lóbrego y artificioso, con los trajes
femeninos más horribles y grotescos de toda la historia (el miriñaque, etc.).
A lo
largo de los siglos sigue escribiendo, corrigiendo y reescribiendo un manuscrito
titulado “la encina”, comenzado en su adolescencia en el siglo XVI. Y la
búsqueda de la esencia de una persona (la misma que la de la vida y lo que se
llama mundo) se hace desesperada en las páginas finales (ya en el siglo XX),
cuando se han recorrido ya todos los pasillos y esquinas del laberinto que está
a nuestro alcance. Y entonces y sólo entonces se comprende que eso no basta.
Que el resto, lo que está más allá de nuestros límites es lo desconocido. Y
allí, en lo desconocido, se agita y bulle eternamente el centro del misterio.
Siempre a punto de ser rozado con la punta de los dedos y el borde del sexo, y
siempre esquivo por su infinito movimiento en alguna dirección que no vemos,
porque estamos dentro y no podemos verla desde fuera. O al menos, no todo el
tiempo.
Constantes
referencias a la ambigüedad y la ambivalencia. No sólo de sentimientos y
sensaciones sino de sexos. Este último uno de los ejes de la novela, aunque
para mí trata sobre la identidad personal más allá de géneros sexuales, y de
ahí los saltos en el tiempo y las épocas de la misma persona, como una de las
maneras más hondas y sencillas de considerar el posible funcionamiento de la
reencarnación. Es la misma persona más allá de sus circunstancias, o a pesar de
ellas. Funde perfectamente la influencia inevitable de la época en que nacemos
y nuestro género sexual, pero dejando en evidencia una esencia escurridiza y
misteriosa que las vive de manera única, personal. Así que ¿qué es una persona
y dónde reside su esencia?
Las
historias personales aparecen sin necesidad de justificación, de manera
independiente y misteriosa. Casi como un sueño: sucede lo que tiene que suceder
y sólo eso, dejando en un segundo plano el entorno y sus datos. De la misma
forma en que vemos nuestra vida al mirar hacia atrás, como una serie de escenas
sueltas, independientes, irrepetibles y con la sensación a veces de un sentido
subterráneo que se nos escapa.
La
atmósfera es fundamental y muy fuerte. Presencia constante de olores, sonidos,
climas, emociones... Un aire abarrotado de sensaciones. Y ese tropel sensorial
y de remembranzas se agita por momentos, convirtiendo en siglos un segundo y
dejando espacio a la contemplación y el deleite sensitivo: eso que conforma
(esa materia de la que está hecha) ciertas películas atmosféricas que los que
no saben paladear la vida llaman lentas, pero que los “golosos” vitales gozan
profundamente. Y es que ‘Orlando’ pertenece a la familia espiritual de las
películas de David Lynch o Wong Kar-wai (el fascinante director de la película “Deseando
amar”, de la que escribí una reseña en http://www.peliculasecreta.blogspot.com). Espirales perturbadoras y laberínticas que, por eso mismo, apuntan al
misterio del corazón, al centro de la vida.
Y me
encantó la sensación que me transmitía de tiempo real, es decir subjetivo. Ese
tiempo que puede hacer que, citando una frase de la novela: “salía con 30 años después de almorzar y volvía a cenar con 55 por lo
menos”.
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