Por Tesa Vigal
Henry James nació en Nueva York el 15 de abril de 1843, hermano del también famoso William James, filósofo y psicólogo cuya teoría del fluir de la conciencia influyó en todo un grupo de escritores, de principios del siglo XX como Virginia Woolf, James Joyce, Faulkner... Y por supuesto sobre su hermano escritor, Henry, viajero incansable por Europa en la que acabó viviendo.
Henry James nació en Nueva York el 15 de abril de 1843, hermano del también famoso William James, filósofo y psicólogo cuya teoría del fluir de la conciencia influyó en todo un grupo de escritores, de principios del siglo XX como Virginia Woolf, James Joyce, Faulkner... Y por supuesto sobre su hermano escritor, Henry, viajero incansable por Europa en la que acabó viviendo.
De amable trato cordial pero distante,
contenido. Ese es, precisamente, el clima más superficial de sus relatos,
aunque por debajo palpita una gran pasión plasmada con aguda sutilidad, una
intensidad emocional de sus personajes siempre ocultada o dormida bajo una capa
de formalismos, y una gran complejidad que se escapa en detalles, gestos,
miradas. Se podría decir que, esencialmente, la impresión de sus relatos es por
una parte la de un laberinto de espejos, y por otra la de un volcán comprimido cuya
erupción te llega tiempo después.
Su manera de escribir es sutil, agudamente observadora, laberíntica, remota
y al mismo tiempo profunda, lo que crea un especial hechizo, que puede producir
disgusto o fascinación, pero casi siempre una inquietante incomodidad. El
secreto, de hechos o de emociones, ocupa un papel relevante en sus historias,
pero también en su forma de escribir, que además tiene algo de la técnica de
los pintores impresionistas. Esto último destaca sobre todo en sus cuentos, en
los cuales con pocos trazos plasma situaciones que son todo un universo emotivo
y existencial.
Es un ejemplo perfecto para entender la diferencia entre “culebrón” y
drama, melodrama y tragedia, sentimentaloide y sentimental... Esa diferencia es
la profundidad, no la trama de una historia. Todo puede emocionar, pero el
alcance largo y el enriquecimiento y la posibilidad de “volar” sólo están del
lado de lo profundo.
Algunos de sus relatos que me han gustado, aunque menos que ‘Otra vuelta
de tuerca’: ‘Lo que Maisie sabía’, ‘Retrato de una dama’ (llevada al cine
protagonizada por Nicole Kidman y John Malcovich), ‘Las bostonianas’, ‘ Los
papeles de Aspern’ (fascinante relato sobre la búsqueda de un manuscrito del
poeta Shelley, sobre la soledad y el desamor) y ‘La copa dorada’.
‘Otra vuelta de tuerca’ ha sido llevado al cine varias veces. Entre
otras en 1961: The inocents por Jack Clayton (abajo imágenes de la película). En 1980 por Gratme Clifford. En
1992 por Rusty Lemorande y Peter Weigl. Y la versión española (de terror gay la
he visto catalogada en internet) de Eloy de la Iglesia. No he visto ninguna.
Pero se me ocurre que para captar la atmósfera devoradora de este relato, el
director de cine David Lynch quizá hubiera logrado plasmarla.
Volviendo al relato de James, yo diría que es el más original y
perturbador de lo que he leído de él. De nuevo menciono que en manos de otro
autor hubiera sido un relato de fantasmas cualquiera. En manos de Henry James
se convierte en algo inclasificable y turbio, de un alcance portentosamente
largo y de significados sucesivos que dan la impresión de perderse uno dentro
de otro, como la imagen reflejada en un espejo de la imagen reflejada en otro
espejo de la imagen... Y así sucesivamente. Puede que por esa razón, por las
múltiples capas de la realidad y nuestra percepción humana se titula otra
vuelta de tuerca.
Si la presencia de un niño en un relato oscuro es siempre más impactante,
aquí esa impresión es desmenuzada con un efecto demoledor. Porque, y este es
uno de sus rasgos más peculiares, el acento en esta historia no está puesto en
las personas que aparecen desde otro plano (que además nunca se sabe cuál es
porque sobrepasa cualquier definición al uso), sino en sus testigos y sus
reacciones y el efecto moral y existencial en sus vidas.
Lo primero que llama la atención es que la gente que aparece no es un
fantasma. No es nadie “fantasmal”, ni poseedor de características
sobrenaturales, ni nada que se parezca a almas en pena. Son personas, gente con
la misma personalidad que tuvieron en vida, y no sólo eso, sino con todos los
detalles cotidianos de la “realidad” más radical (cómo mira uno de ellos fijamente a la protagonista que cuenta el relato, cómo se aleja
lentamente pasando su mano por el parapeto donde se aparece, cómo busca con la
mirada a los niños de la casa con una voluntad imperiosa y decidida...). Son
personas con las mismas motivaciones y calidad moral que tuvieron en vida, sólo
que ahora adquieren por ello una fuerza “individual” espeluznante y una voluntad avasalladora, ya
que en teoría vendrían de un plano donde todo tendría que ser diferente. Que no
lo sea es de un efecto desestabilizador sorprendente. En este relato las dos
vidas, los dos planos son intercambiables.
También es posible que esas apariciones, de lo que sea, sean sólo fruto
de la visión personal de la institutriz que relata la historia. En ese caso
sería “sólo” el río desbordado y desbordante del delirio de una persona. Aunque
aquí no veo la diferencia rotunda que algunos marcan entre lo real y la
alucinación. En ambos casos remitiría a uno de los temas de la historia: el
mundo creado por nuestra percepción personal y desde ese punto la línea difusa
y cuestionable de lo irreal y lo real.
Y los testigos. Son de dos tipos. Uno inocente, que está personificado en
la persona adulta que relata la historia. Y otro, contradictoriamente adulto,
que sabe y lo oculta, personificado por los niños. Que para los niños sean
naturales esos sucesos puede suceder a veces, a ello apuntan las teorías sobre
su especial sensibilidad y percepción que se les atribuye. Pero que además sean
conscientes, al mismo tiempo, de su carácter extraño ya resulta poco frecuente.
Si a esto se le añade que lo ocultan a los adultos porque quieren y aceptan y
comprenden las motivaciones de los aparecidos, ya se convierte en una situación
perturbadora. Pero es que además, la motivación de los aparecidos, sean lo que
sea, sería corromperles y eso les hace cómplices de ellos. Sin embargo en el resto
de su vida cotidiana son niños encantadores y hasta angelicales, que no dan
nunca ningún problema... Pero “ven” y lo disimulan y el testigo adulto no se
atreve a preguntarles directamente, hasta que lo hace y ellos entonces mienten.
Constantemente está el laberinto de alguien que sabe que el otro sabe que el
otro sabe.
Y otro espejo difuso y ambivalente, es precisamente el significado de
corromper y ser corrompido. Nada es sencillo en Henry James y esto tampoco
(aunque he oído opiniones de alguna gente afirmando que se trata de un caso de
pederastia, lo que me parece de lo más simplón, algo que estaría lejos de la
sugerencia sistemática de Henry James). En este relato plantea esa cuestión y
la deja en el aire. Aunque se está tentado de adjudicarle un carácter mítico,
asociándolo al verbo conocer (ese árbol del conocimiento del paraíso bíblico
nos resuena). Pero no se queda en esa asociación, ni siquiera es mencionada
indirectamente. A mí me pareció que iba más allá, apuntando, de alguna manera,
al papel misterioso de la dualidad consciente-inconsciente. ¿De qué sirve ser
consciente? ¿Son puros los hechos inconscientes? Y ahí quedan esos niños
imborrables por bordear esa frontera enigmática de por sí en el ser humano,
pero más misteriosa aún en la infancia y en lo que “sucede” en los niños al
crecer.
Para mí es un relato inclasificable. Más allá de géneros. Y absolutamente
inolvidable. Por lo tanto abstenerse los que sólo buscan estereotipos del
género gótico, o los que pasan de atmósfera y se conforman con tramas
aparentes, cuanto más periodísticas mejor.
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