lunes, 16 de marzo de 2015

'Otras voces, otros ámbitos' de Truman Capote

Por Tesa Vigal

“Entre la gente que escribe están los escritores y están los artistas”. Esta frase de Truman Capote refleja bastante bien la sensibilidad artística que le llevó a escribir ‘Otras voces, otros ámbitos’, aunque me da la impresión de que la esencia lúcida de esas palabras acabó convirtiéndose en la actitud premeditada de la pose, del personaje artificial con el que se defendió en sus últimos años, quizás olvidando que la provocación deliberada está en los escritores y la exploración sincera anida en los artistas. Como diría Almodóvar: “un auténtico provocador lo es involuntariamente”. Pero es que Truman Capote era una persona sensible con una historia dolorosa y la sensibilidad se protege como puede, con muros o con máscaras, o con ambas cosas.


Nació en Nueva Orleáns el 30 de septiembre de 1924. Su madre era una joven inestable y de vida agitada. Al separarse de su padre, éste acabó abandonando a Truman en casa de unos viejos parientes, en una zona rural de Alabama. Allí transcurrió su infancia, como la del niño protagonista de su primera novela, esa maravilla de la que voy a hablar en este texto. A los 10 años ganó un concurso literario infantil, aunque había empezado a escribir antes: “Empecé a escribir cuando tenía 8 años, de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyera. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer, ir al cine, bailar claqué y hacer dibujos. Entonces, un día, comencé a escribir, sin saber que me había encadenado por vida a un noble, pero implacable amo”.

En la adolescencia se reunió con su madre y su nuevo marido de ascendencia cubana. De él tomó el apellido Capote. Y por entonces comenzó a publicar cuentos en revistas culturales como la famosa New Yorker. Y se trasladó a vivir a Nueva York, donde se metió de lleno en el mundillo artístico con su faceta de chismoso con ingenio, insolente y excéntrico. En 1948 publicó su primera y enorme novela, “Otras voces, otros ámbitos”, con gran éxito de crítica y público. Luego llegarían relatos cortos como “Un árbol en la noche”, nuevas novelas como “El arpa de hierba” en 1951, reportajes en prensa y adaptaciones de guiones para el cine. En 1958 se publicó “Desayuno en Tiffany’s”. Y un año después es enviado por el New Yorker para escribir sobre el asesinato de una familia en un pueblo de Kansas.

Es evidente, para cualquiera que lea sus libros literarios, que se trataba de alguien especialmente sensible y dolorido, que utilizaba una máscara social defensiva mordaz y epatante, que le sirvió estupendamente hasta llegar a la crisis que supuso el periodo de redacción y de investigación de su última novela, la famosa y sobrevalorada “A sangre fría”, con el contacto y entrevistas con los asesinos retratados en ella, que le marcó honda y oscuramente.


Ese proceso conflictivo es el tema de la magnífica e impresionante película “Capote” de Bennet Miller, protagonizada por el inmenso actor Philip Saymour Hoffman. Nada que ver con una película biográfica. No cuenta su vida, habla de su alma, revelada con todas sus contradicciones en ese momento crucial de su vida. Por un lado, como artista, la necesidad de usarlo todo como material creativo es instintiva. Por otro, el contacto con el lado más oscuro, la violencia fría, con uno de los asesinos que vivió una parecida infancia abandonada, y con la brutalidad de la pena de muerte, acabó revolviéndole por completo, en una mezcla de culpabilidad (por haber usado a los dos asesinos para sus fines artísticos) y horror.

A partir de entonces no pudo volver a escribir otra novela. Sí libros sobre sus conocidos famosos, más periodísticos que otra cosa. Y más comerciales… Su crisis personal fue acompañada de un declive en su popularidad, que le hizo refugiarse más que nunca en el alcohol y las drogas. Como él mismo decía en una frase de tiempos más optimistas: “Soy drogadicto, soy homosexual y soy un genio”. Su naufragio final acabó con su muerte en 1984, cuando nadie quería saber nada de él.

Personalmente recomiendo para conocerle que no se lea ‘A sangre fría’, su peor libro para mí, quizás, sino ésta su primera novela, y el volumen de sus Cuentos completos en la edición de la editorial Anagrama del 2004.


Otras voces, otros ámbitos
Esas frases rotundas y breves, cargadas sin embargo de significados profundos y reverberantes, como ondas en el río… “parecía como si el sueño le hubiese golpeado”, “el jardín quedó silencioso, secreto y brillante”. Igual que Fitzgerald en una corta frase te mete en un mundo vivo, plagado de sensaciones, rezumando atmósfera, múltiples dimensiones.

Es una historia iniciática, la de un niño en la pubertad al que “aparcan” en la casa de unos parientes desconocidos, en una casa solitaria del profundo sur. Empieza como empiezan todas las vidas: uno aparece en un lugar y tiene que convivir forzosamente con la gente que hay allí, tiene que buscar ayuda para encontrar una meta y para llegar hasta ella. Tiene que descubrir su motor. Pero en realidad siempre se está solo y así se hace el camino, aunque en apariencia estemos rodeados de gente.


La naturaleza deslumbrante, extrema en colores y personajes, del sur de Estados Unidos. La zona legendaria de ese país recorrida y habitada por el alma africana de los negros y su riquísima cultura: creencias, magia, música… Sombras brillantes, casas polvorientas, una cicatriz en el cuello de una negra adolescente, olor a tierra mojada, poderes fantasmales, silencios zigzagueantes, gatos de colores, el tiempo pesando como kilos de flores secas… Es el mundo de esta historia que es el que vivió Capote en su propia infancia abandonada. El misterio que acompaña la visión del mundo de alguien sensible (en este caso, la de un niño de 13 años que viaja solo hasta la casa solitaria de su padre, ausente de su vida durante 12, al morir su madre), empapándolo todo de presencias solapadas y almas subterráneas.

Secretos de familia planeando perezosamente como humo, en espirales lentas y ahítas de pasado. Trata sobre las raíces, que no hay que confundir con la familia de uno, ni con el país donde se ha pasado la infancia, sino con la fuente eterna y oculta de nuestros sueños y nuestros miedos. A veces coinciden, otras no. Pero siempre van más allá de las circunstancias. Por sus páginas se escurre el misterio del porqué de todas las historias. No sólo porque está contado en tercera persona (es decir, el tipo de historia que se cuenta sola, desenvolviéndose por sí misma, con origen y meta inciertos), sino porque dentro de ella los personajes también hablan así, expresando en voz alta las voces interiores que llegan hasta ellos desde algún lugar, independientemente de la persona que lo oye. Creo que la moda actual de los relatos en primera persona revela una ingenua intencionalidad: dar una supuesta veracidad al relato, como si así fuera menos ficción, igual que el tonto truco de dar verosimilitud a una escena poniendo una sarta de marcas (de coches, de tabaco, de relojes, de lo que sea), aunque no sea significativo para el relato, y no siempre lo es. Es más, cuando se trata de dar verosimilitud a algo es que no la tiene, cuando se trata de demostrar algo es que no es auténtico. La autenticidad tiene vida propia, son mundos invocados. La ficción no es mentira más que en apariencia. Y el ensayo y el artículo periodístico son reales pero sólo tocan la superficie de las cosas, datos y pensamientos. No da vida a nada. Como decía Orson Welles: “el arte es una mentira que desvela la verdad”.


Uno de sus parientes le habla al niño como si fuera un adulto, y además sutil y complejo. Sin importarle que le entienda o no. Sabe que el aliento vital de lo que cuenta le llegará perfectamente y le provocará sentimientos y sensaciones. Es de lo que se trata con una obra artística: el efecto. Y es un exorcismo del dolor de su autor. Recuerdo las palabras del personaje del escritor en la película Capote, cuando afirma que él y uno de los asesinos tuvieron una parecida y terrible infancia, sólo que él salió de ella por la puerta delantera y el asesino por la de atrás. Pero igual hubiera podido suceder al revés.

Personajes teatrales y excesivos, incluso a veces esperpénticos, propios de ese sur legendario que aparece también en Faulkner, pero aquí tienen el aura triste y atormentada de ciertos relatos de Carson McCullers (por ejemplo esa maravilla potente y oscura llamada “La balada del café triste”, de la que ya he escrito una reseña en este mismo blog). Una enana con vestido de seda infantil y zapatos de tacón plateados, con labios de muñeca. El negro centenario de botines anaranjados que duerme mientras conduce su carro, dejándose llevar por la mula. El paralítico de ojos siempre abiertos, que deja caer una y otra vez pelotas de tenis que se deslizan por la enorme casa. La mujer de una única mano enguantada en su casa ruinosa en mitad de la nada. El hombre culto retirado, escribiendo a lista de correos de todas las partes del mundo para encontrar al amante perdido. Papeles por el suelo moviéndose como animales. El camino del viento, el mundo que impone temor y reverencia, seres escondidos con sonrisa y cuchillo.

En resumen es un libro cuya lectura es pura delicia, algo lleno, rico, con miles de sugerencias que se escapan por todos sus rincones, hasta llegar a su final mitad trágico, mitad esperpento y de una sobrecogedora intensidad. Podría resumir el corazón de esta novela en la siguiente frase: “otras voces, otros ámbitos, voces perdidas y tenebrosas arañaban sus sueños”.
  

domingo, 8 de marzo de 2015

'El jugador' de Dostoievski

Por Tesa Vigal

Aunque es fácil recopilar para cualquiera los datos cronológicos de Dostoievski, no me resisto a hablar un poco sobre su vida, quizás porque está fundida de rara manera con su obra, con sus relatos; a veces casi se siente sobre ella el roce, escurridizo pero certero, del destino. Nacido en Moscú, el 30 de octubre de 1821, en el hospital para pobres donde trabajaba su padre, un médico alcohólico y de carácter tiránico y agresivo que le marcó profundamente. Su personalidad y sus relatos, excesivos, sensibles, atormentados, con una potente y aguda lucidez, acusaron también el fuerte influjo de su vida difícil y sus circunstancias atormentadas, como un perfecto reflejo externo de su interior, y a la inversa.


El hospital de su padre se encontraba en el mismo edificio del manicomio y frente al cementerio y el patíbulo de ejecuciones. Su madre murió cuando tenía dieciséis años dejando siete hijos. Su padre envió entonces a Fiodor, el segundo de los hermanos,  a una escuela militar. Dos años después, su asesinato a manos de unos campesinos de su aldea fue, quizás, el detonante de los ataques epilépticos de Dostoievski y de su salud irregular, pues Fiodor se sintió copartícipe del asesinato de su tiránico padre, culpable por haberlo deseado.
Empezó a publicar en la década de los 40, con una sorprendente penetración psicológica que iluminaba de manera implacable el interior emotivo de sus personajes. Y, en cuanto a los temas, una simple enumeración de los títulos de sus novelas es reveladora de sus obsesiones, búsquedas y querencias que podrían agruparse en dos bloques. Uno, la defensa y solidaridad con los marginales y desprotegidos del mundo. El otro bloque los tormentos interiores, la complejidad laberíntica del alma humana. Toda su obra, apasionada y apasionante, está salpicada de brutalidad y nobleza, generosidad y muerte, heroísmo y mezquindad, una extrema sensibilidad y una áspera ironía, y una apuesta por el amor tan radical como conmovedora. 

Su primera novela publicada en 1846 fue “Pobres gentes”. El siguiente libro fue “El doble”. En 1848 “Las noches blancas”, una obra reveladora de su atormentada vida amorosa, de amores cruzados, desafortunados o mal elegidos. En ella se cuenta la historia, de tres noches y de ahí el título, de un joven que encuentra en un puente nocturno de San Petersburgo a una chica llorando. La amistad que entablan es profunda, cómplice e íntima pero ella está enamorada de otro, aunque ese otro ha desaparecido de su vida. Cuando el protagonista reconoce su amor por ella reaparece el novio desaparecido y ella se va con él, eso sí, afirmando su enorme afecto y amistad por el protagonista y besándole en los labios antes de irse con el otro.

Poco después, en 1849, acabó de manera terrible su pertenencia a un grupo de jóvenes intelectuales que defendían los ideales surgidos de la revolución francesa, extendidos por toda Europa, pero en un país como Rusia, inmerso todavía en un régimen feudal de siervos esclavizados, la reacción ante cualquier atisbo más o menos humanista, tenía consecuencias durísimas. Fiodor fue condenado a cuatro años de trabajos forzados en una prisión de Siberia y de ese periodo surgió su obra “La casa de los muertos”.
San Petersburgo

Fue puesto en libertad en 1854 y enviado a una guarnición militar en Mongolia. Allí vivió cinco años hasta que se le permitió regresar a San Petersburgo. Se casó con una viuda tuberculosa con la que no fue feliz. Fue una de esas relaciones que parecen un reflejo de algunas de las que aparecen en sus obras, contradictorias y producto de impulsos generosos.
En San Petersburgo funda con un hermano la revista mensual “Vremia”, Tiempo. La revista fue cerrada por un texto subversivo y fundaron otra de corta duración por falta de medios: “Epoja”, Época.

En 1861 publicó “Humillados y ofendidos” en la que aparece por vez primera el tema de la redención personal, el uso positivo del sufrimiento para encontrar la luz y que más tarde retomó en su impresionante “Crimen y castigo”, en 1866. Su protagonista, Raskolnikov, es un joven arrastrado por su espíritu atormentado y contradictorio que le empuja a asesinar a una vieja usurera. Su viaje interior, el que le lleva al crimen, y luego a su liberación íntima durante los años de prisión, es un prodigio de integridad, de sutilidad psicológica, de humanidad dolorida y redimida, de búsqueda inquebrantable de la más alta moralidad.  

En 1864 aparece “Memorias del subsuelo”, a modo de monólogo de un antihéroe atormentado y rebelde, contrario por igual al materialismo y al conservadurismo. Le sigue una época de enfermedad, muerte de su mujer y de su hermano y numerosas deudas. Para saldarlas suscribe un contrato con un editor comprometiéndose a entregar una novela antes de un año y cediéndole los derechos de toda su obra anterior. En caso de no cumplir el plazo de entrega perdería todos los derechos de edición y tendría que devolver los anticipos. Sin embargo, al mismo tiempo, presentó a otro editor el proyecto que acababa de comenzar de Crimen y castigo, por lo cual Fiodor tenía que entregar dos novelas en el plazo de un año.
'Las noches blancas' llevada al cine por Visconti

Embarcado en Crimen y castigo y faltando pocos meses para el plazo de entrega de la otra novela contrata a una joven taquígrafa, Anna Grigorievna, a quien dicta entera “El jugador” entre el 4 y el 29 de octubre. Así conoció a su segunda mujer, pues se casa con Anna meses después. Los siguientes años los pasó viajando por Europa, entre otras cosas para huir de sus acreedores. En 1872 aparece “Los endemoniados”. Luego llegarían sus restantes grandes obras: “El idiota” y su última novela “Los hermanos Karamazov”. Pero ya al regresar a Rusia en 1873 era un escritor reconocido en Europa. Murió en San Petersburgo en 1881.

El Jugador
Esta novela nace de la propia experiencia de Dostoievski, ambientada en los balnearios alemanes que solían frecuentar los rusos por entonces y que eran auténticas capitales del juego. En uno de ellos, en Wiesbaden, probó suerte a la ruleta por primera vez a principios de los años 60. En un segundo viaje para reunirse con su amante Polina Suslova vuelve a la ruleta de Baden-Baden y acaba empeñando el reloj, el anillo de su amante, sableando a sus amigos y finalmente perdiendo a su amante.

“El jugador” es un relato que bucea en el sentido de la culpa y el dolor, como luego lo hará plenamente en Crimen y castigo, pero sobre todo del mecanismo obsesivo y oscuro de cualquier obsesión y adicción. Un mecanismo que surge de la profunda y rotunda emoción de los momentos en que todo es importante, decisivo, trascendente, bordeado por el riesgo y pendiente de los efectos de una elección. Cuando la vida se siente a flor de piel en lugar de escurrirse calladamente, como sucede en lo cotidiano. Eso es lo que encierra el riesgo, que no es más que una decisión de efectos extremos, en este caso por medio de una apuesta a la ruleta.


La adicción al juego le duró a Dostoievski, con altibajos, unos cinco años. Podría haber sido cualquier otra. Una adicción es una pasión extrema y contradictoria, más allá de “necesidades” físicas que en sí mismas no son más que un síntoma, una consecuencia. Si la adicción no generara placer especial no existirían adictos y este origen profundamente psicológico y espiritual suelen eludirlo o silenciarlo quienes pretenden ayudar a estas personas. Pero sin tratar el origen y motor de una adicción nada se consigue. Ni siquiera remarcando sus efectos negativos, porque antes de la muerte existirá el sumo placer. ¿Y no es eso lo que quiere el ser humano?

La diferencia estriba en la necesidad excepcional de un “algo más”. Excepcional no por extraordinaria sino por profunda, el terreno propio de Dostoievski, por el cual no todos los humanos caminan. Esa hondura que roza, o cae en el vértigo y que pasan por alto los que se fijan (en todos los sentidos, en el de observar y en el de engancharse) a los datos y los hechos como si fueran lo único existente, cuando es tan sólo la parte más superficial de la realidad. El miedo aletea en esa actitud, aunque pocos lo reconocen. Sólo los “ingenuos” entre ellos, los que creyeron de buena fe que la vida era así de limitada pero están dispuestos a explorar los nuevos territorios que surjan a su paso.

La novela comienza en forma repentina, en medio de una acción y en medio de un estado de ánimo turbulento, que anticipa y resume el tenso anhelo de la historia y su protagonista: “Finalmente, volvía después de una ausencia de dos semanas”.
Alexei, el protagonista irrumpe en la ciudad balneario enfrentándose a los otros, buscando deliberadamente la discusión y la impertinencia, la expresión desafiante saltándose estúpidos formalismos (se me ocurre apuntar que en ciertos lugares y situaciones de nuestra época actual, en los que parece que hay que pedir perdón si no se dicen tacos o se habla de sentimientos, su actitud quizá desafiaría a la vulgaridad y los gritos), cualquier actitud que trate de cercenar el alma. Sus conocidos le miran desconcertados, sin saber a qué atenerse y en el casino esperan los momentos cruciales de peligrosos efectos.


Alexei acude enseguida a la ruleta sintiendo: “… en mi destino tenía que producirse algo radical y definitivo”. El anhelo por comprender el mecanismo de la vida aparece justo en el momento en el que gana y lo sensato sería dejar la ruleta y retirarse con las ganancias. Pero entonces surge el sentimiento extraño del reto tentador, de seguir hasta el final ese camino y ver así cómo se mueve la propia vida y sus misteriosos pasos. Comprobar qué ocurre a continuación como respuesta, cómo reacciona el azar a nuestros actos. Es decir, ganar o perder son secundarios, en todo caso son simbólicos. La indómita independencia de Alexei provoca y su amor apasionado por su amante Palina (Dostoievski no se molestó en cambiar el nombre al personaje) es tan sincero con todas sus contradicciones de entrega total y rebeldía que resulta incomprensible para ella.

El contraste con otros personajes del balneario, endeudados y esperando ansiosamente la muerte de una abuela y su supuesta herencia, aclara las motivaciones de unos y otro. Ellos sólo quieren dinero. Alexei, el jugador, sólo quiere apostar más allá del resultado de sus apuestas.

Es cierto que cuando gana la emoción de ser aceptado y premiado por la vida es casi una borrachera, un estado febril. Sin embargo, es el vértigo de preguntar a la ruleta lo que le atrae de manera irresistible. En una aparente paralela está su amor difícil por su amante Polina, quien parece corresponder tan sólo a su bondad y lealtad, pendiente del amor de otro hombre que la desprecia, en ese maldito juego tan frecuente de valorar lo imposible y rechazar lo que se ofrece. Cuando esta faceta amorosa pasa de paralela a tangente, conectando con el lado jugador, el vértigo vital de Alexei circula como un viento huracanado que le separa los pies del suelo definitivamente.

Pocos autores he leído que, como Dostoievski, exprese tan visceralmente la borrachera emotiva de lo profundo sin una gota de alcohol, la fiebre sin temperatura, lo incomprensible que se agita en la base de la lógica o en los detalles cotidianos. Y la repugnancia ambivalente ante la ganancia material.

El propósito de contemplar, constatar más bien, el mecanismo compulsivo que borra el interés por cualquier otra cosa, creo que se plasma además a través de otro personaje, indirectamente por tanto ya que la novela está narrada en primera persona. La abuela supuestamente a punto de morir y que irrumpe en la historia para regocijo de Alexei al ver la cara de sus “herederos”, tras un impulsivo viaje desde Moscú que acaba por sanarla. Un personaje dicharachero y con un punto extravagante. Una persona en principio libre, pues a su edad avanzada ya no le importa la opinión ajena y está, además, protegida por su fortuna. Llena de curiosidad por todo y todos, de gestos de poder, seguridad y desparpajo, tropieza de pronto con algo desconocido para ella: una ruleta. Perderá en ella su fortuna al caer presa de la necesidad de desquitarse, una y otra vez. Personaje patético por su inconsciencia. Alexei, por el contrario, apuesta en primera persona, observándose hacerlo movido por un loco desafío y la necesidad de ir hasta el fondo del camino. Y su consciencia lo vuelve estremecedor.

La liberación de una cadena, tras reconocer su existencia, es apostar más allá. En este caso más allá de ese camino. Sentirlo como algo caduco ya vivido. Una apuesta por todo lo demás. De alguna manera una apuesta morosa, pues es el amor lo que intensifica vida y mundo, abre en lugar de cerrar.

La novela acaba en un presente lleno de ambigüedad aceptada, de cierta desesperada melancolía: “¿Y si ahora perdiese los ánimos, si no me atreviese a decidirme?
¡Mañana, mañana terminará todo!”.
    


   
    

lunes, 23 de febrero de 2015

'Pequeño, grande' de John Crowley.

Por Tesa Vigal

Ante todo no confundir a este autor fascinante, llamado John, actual profesor de escritura creativa en la universidad de Yale, con el oscuro personaje de principios del siglo XX, del mismo apellido pero diferente nombre, Aleister. Hay una frase en esta inclasificable novela que podría resumir la hondura en la que bucea, con un encanto escurridizo, un hechizo delicioso en el que te dejas envolver sin darte cuenta: “Las cosas que nos hacen felices nos hacen sabios”. Porque tras su aparente sencillez las palabras felices y sabios nos preguntan, con un desafío casi impertinente. Ambas implican el valor de mirarse a uno mismo y luego reconocerse y luego decidir en consecuencia.
Con cada respuesta entras en una habitación distinta que contiene nuevas puertas y otras habitaciones y pasillos en curva, algunos con escaleras, otros sin ellas y la casa de límites borrosos se irá agrandando según nos internamos en ella hacia su centro y se irá empequeñeciéndose hasta desaparecer si nos dirigimos hacia cualquier otra parte.

En esta novela, ambientada en la actualidad, hay una casa central en el libro de Crowley (y de cada vida), llamada no por casualidad Bosquedelinde, que también desvelará otras muchas peculiaridades, por ejemplo la de desembocar en la salida todos los pasillos que parecen ir hacia su interior y precipitarse en su centro aquellos pasillos que parecían conducir al exterior. Y tiene como complemento una casa en la gran ciudad, tremendamente urbana y tan compleja y contradictoria como su hermana campestre.


El portón de acceso a su laberíntico jardín, por el que penetró casi al principio de su historia Fumo, uno de sus protagonistas para casarse con una de las chicas de la casa, tiene la virtud de convertir en irrevocable aquel primer paso decisivo y, por lo tanto, nunca se saldrá de allí aunque se vuelva a atravesar cientos de veces.

La condición para llegar a él es la inevitable para cualquier viaje interior (con todos sus periplos exteriores surgidos del alma): tiene que hacerse caminando, siguiendo el mapa personal que no se sabe de dónde ha salido, comiendo las provisiones que uno mismo se ha puesto en la mochila, casera no comprada, y pernoctar en sitios encontrados por uno mismo, o bien mendigar, o ser invitado. Además la meta, esa casa en otra parte, no aparecerá explícitamente en el mapa. 


Porque sólo las promesas entrevistas y sentidas en la infancia, sin necesidad de alguien para pronunciarlas, son las reales y verdaderas. Todas las demás, que surgen a lo largo de la vida, no son más que hojarasca ilusoria y caduca que extravían la dirección que señalaban aquellas.

Da igual que uno viva en una gran ciudad, o en lo más agreste del bosque, Bosquedelinde está allí, cerca o lejos dependiendo de nuestros pasos, no del escenario por el que andemos.
El secreto del viento del norte es la propia existencia de su espíritu, aquel que sopla mágicamente desde su cara invisible, aunque muchos sólo consideren su cara física, la de corriente de aire desmenuzada patéticamente por la ciencia.


Y como el viento todo tiene dos caras, su espíritu y su forma material. La mirada legendaria con la que Crowley contempla y despliega (otro mapa) las peripecias vitales de los personajes de esta historia, unos urbanos, otros campestres, es una portentosa mano desgranando palabras como pasos, miradas, decisiones, revelando sus raíces de vertiginosa profundidad y consecuencias infinitas como el aire. Ambas cosas están ahí, pero sólo se ven cuando nuestra vida funda mundo y cada vez que nos enchufamos a nuestro sentido, o el alma nos susurra canciones más profundas que cualquier religión o filosofía, tan abismales como el mar, tan poderosas como el inconsciente, tan bellas como auténticas y a menudo extrañas.


Es una historia que vuelve a colocar al País Borroso y sus habitantes como una parte esencial de la vida cotidiana y entrelazada con las calles más urbanas. Asombrosa alquimia verdadera, que revela la magia del sexo, el significado de las señales, personajes que se apellidan Ratón, arcanas encrucijadas en los pasillos del metro, dos hermanas inseparables que compartirán amorosamente a Fumo, fotos reveladoras de figuras que estaban y no estaban entre el follaje de un jardín, un coche abandonado por el hermano seductor del que nunca volvió a saberse, la vieja trucha que una vez tuvo una existencia humana, ojos salvajes (es decir, puros), o niñas desaparecidas llevadas por Ellos (así es como nombran sus personajes a esos otros presentidos, entrevistos y añorados, deseados y temidos de la Otra Parte) a un País Borroso que nunca se nombra, pero cuyo latido es asombrosamente físico a lo largo de sus páginas, que parecen brotar solas a su debido tiempo, como las hojas en primavera desde la oscuridad misteriosa de la tierra.


La sabiduría, el alma de la civilización occidental (y que aún se conserva en los pueblos llamados primitivos) se relegó y desechó en los cuentos míticos, de origen anónimo y ancestral llenos de pavor y maravilla (que diría Castaneda), la tela que trenza el mundo entero. Es el momento de su regreso en perfecta fusión con el lado racional, sin que ningún lado se reprima, para que juntos (de nuevo el sexo, de nuevo la alquimia) nos devuelvan nuestro ser entero y libre.

Para recorrer y empaparse por la fascinación heterodoxa de este libro, ahí está la brújula que guardas desde siempre en ese cajón bajo llave. Justo en ese.

martes, 10 de febrero de 2015

'Otra vuelta de tuerca' de Henry James, "fantasmas" diferentes

Por Tesa Vigal

Henry James nació en Nueva York el 15 de abril de 1843, hermano del también famoso William James, filósofo y psicólogo cuya teoría del fluir de la conciencia influyó en todo un grupo de escritores, de principios del siglo XX como Virginia Woolf, James Joyce, Faulkner... Y por supuesto sobre su hermano escritor, Henry, viajero incansable por Europa en la que acabó viviendo.

De amable trato cordial pero distante, contenido. Ese es, precisamente, el clima más superficial de sus relatos, aunque por debajo palpita una gran pasión plasmada con aguda sutilidad, una intensidad emocional de sus personajes siempre ocultada o dormida bajo una capa de formalismos, y una gran complejidad que se escapa en detalles, gestos, miradas. Se podría decir que, esencialmente, la impresión de sus relatos es por una parte la de un laberinto de espejos, y por otra la de un volcán comprimido cuya erupción te llega tiempo después.


Su manera de escribir es sutil, agudamente observadora, laberíntica, remota y al mismo tiempo profunda, lo que crea un especial hechizo, que puede producir disgusto o fascinación, pero casi siempre una inquietante incomodidad. El secreto, de hechos o de emociones, ocupa un papel relevante en sus historias, pero también en su forma de escribir, que además tiene algo de la técnica de los pintores impresionistas. Esto último destaca sobre todo en sus cuentos, en los cuales con pocos trazos plasma situaciones que son todo un universo emotivo y existencial. 


Es un ejemplo perfecto para entender la diferencia entre “culebrón” y drama, melodrama y tragedia, sentimentaloide y sentimental... Esa diferencia es la profundidad, no la trama de una historia. Todo puede emocionar, pero el alcance largo y el enriquecimiento y la posibilidad de “volar” sólo están del lado de lo profundo.

Algunos de sus relatos que me han gustado, aunque menos que ‘Otra vuelta de tuerca’: ‘Lo que Maisie sabía’, ‘Retrato de una dama’ (llevada al cine protagonizada por Nicole Kidman y John Malcovich), ‘Las bostonianas’, ‘ Los papeles de Aspern’ (fascinante relato sobre la búsqueda de un manuscrito del poeta Shelley, sobre la soledad y el desamor) y ‘La copa dorada’.

‘Otra vuelta de tuerca’ ha sido llevado al cine varias veces. Entre otras en 1961: The inocents por Jack Clayton (abajo imágenes de la película). En 1980 por Gratme Clifford. En 1992 por Rusty Lemorande y Peter Weigl. Y la versión española (de terror gay la he visto catalogada en internet) de Eloy de la Iglesia. No he visto ninguna. Pero se me ocurre que para captar la atmósfera devoradora de este relato, el director de cine David Lynch quizá hubiera logrado plasmarla.


Volviendo al relato de James, yo diría que es el más original y perturbador de lo que he leído de él. De nuevo menciono que en manos de otro autor hubiera sido un relato de fantasmas cualquiera. En manos de Henry James se convierte en algo inclasificable y turbio, de un alcance portentosamente largo y de significados sucesivos que dan la impresión de perderse uno dentro de otro, como la imagen reflejada en un espejo de la imagen reflejada en otro espejo de la imagen... Y así sucesivamente. Puede que por esa razón, por las múltiples capas de la realidad y nuestra percepción humana se titula otra vuelta de tuerca.

Si la presencia de un niño en un relato oscuro es siempre más impactante, aquí esa impresión es desmenuzada con un efecto demoledor. Porque, y este es uno de sus rasgos más peculiares, el acento en esta historia no está puesto en las personas que aparecen desde otro plano (que además nunca se sabe cuál es porque sobrepasa cualquier definición al uso), sino en sus testigos y sus reacciones y el efecto moral y existencial en sus vidas. 


Lo primero que llama la atención es que la gente que aparece no es un fantasma. No es nadie “fantasmal”, ni poseedor de características sobrenaturales, ni nada que se parezca a almas en pena. Son personas, gente con la misma personalidad que tuvieron en vida, y no sólo eso, sino con todos los detalles cotidianos de la “realidad” más radical (cómo mira uno de ellos fijamente a la protagonista que cuenta el relato, cómo se aleja lentamente pasando su mano por el parapeto donde se aparece, cómo busca con la mirada a los niños de la casa con una voluntad imperiosa y decidida...). Son personas con las mismas motivaciones y calidad moral que tuvieron en vida, sólo que ahora adquieren por ello una fuerza “individual”  espeluznante y una voluntad avasalladora, ya que en teoría vendrían de un plano donde todo tendría que ser diferente. Que no lo sea es de un efecto desestabilizador sorprendente. En este relato las dos vidas, los dos planos son intercambiables.

También es posible que esas apariciones, de lo que sea, sean sólo fruto de la visión personal de la institutriz que relata la historia. En ese caso sería “sólo” el río desbordado y desbordante del delirio de una persona. Aunque aquí no veo la diferencia rotunda que algunos marcan entre lo real y la alucinación. En ambos casos remitiría a uno de los temas de la historia: el mundo creado por nuestra percepción personal y desde ese punto la línea difusa y cuestionable de lo irreal y lo real.  

Y los testigos. Son de dos tipos. Uno inocente, que está personificado en la persona adulta que relata la historia. Y otro, contradictoriamente adulto, que sabe y lo oculta, personificado por los niños. Que para los niños sean naturales esos sucesos puede suceder a veces, a ello apuntan las teorías sobre su especial sensibilidad y percepción que se les atribuye. Pero que además sean conscientes, al mismo tiempo, de su carácter extraño ya resulta poco frecuente. Si a esto se le añade que lo ocultan a los adultos porque quieren y aceptan y comprenden las motivaciones de los aparecidos, ya se convierte en una situación perturbadora. Pero es que además, la motivación de los aparecidos, sean lo que sea, sería corromperles y eso les hace cómplices de ellos. Sin embargo en el resto de su vida cotidiana son niños encantadores y hasta angelicales, que no dan nunca ningún problema... Pero “ven” y lo disimulan y el testigo adulto no se atreve a preguntarles directamente, hasta que lo hace y ellos entonces mienten. Constantemente está el laberinto de alguien que sabe que el otro sabe que el otro sabe.

Y otro espejo difuso y ambivalente, es precisamente el significado de corromper y ser corrompido. Nada es sencillo en Henry James y esto tampoco (aunque he oído opiniones de alguna gente afirmando que se trata de un caso de pederastia, lo que me parece de lo más simplón, algo que estaría lejos de la sugerencia sistemática de Henry James). En este relato plantea esa cuestión y la deja en el aire. Aunque se está tentado de adjudicarle un carácter mítico, asociándolo al verbo conocer (ese árbol del conocimiento del paraíso bíblico nos resuena). Pero no se queda en esa asociación, ni siquiera es mencionada indirectamente. A mí me pareció que iba más allá, apuntando, de alguna manera, al papel misterioso de la dualidad consciente-inconsciente. ¿De qué sirve ser consciente? ¿Son puros los hechos inconscientes? Y ahí quedan esos niños imborrables por bordear esa frontera enigmática de por sí en el ser humano, pero más misteriosa aún en la infancia y en lo que “sucede” en los niños al crecer.

Para mí es un relato inclasificable. Más allá de géneros. Y absolutamente inolvidable. Por lo tanto abstenerse los que sólo buscan estereotipos del género gótico, o los que pasan de atmósfera y se conforman con tramas aparentes, cuanto más periodísticas mejor.



            

viernes, 16 de enero de 2015

'La balada del café triste' de Carson McCullers

Por TesaVigal

Carson McCullers nació en Georgia (Estados Unidos) el 19 de Febrero de 1917. Su primera novela, la impresionante “El corazón es un cazador solitario”, publicada a los 24 años impactó considerablemente. Su poderosa manera de escribir y sus temas ya estaban en él. Para mí el principal es el misterio de la identidad, aunque la presencia de personajes más o menos oscuros, esperpénticos, o marginales, ha hecho opinar a algunos que son una galería de personajes costumbristas del Sur profundo donde nació, pero esa visión me parece superficial. 


Creo que no se trata de eso. Afortunadamente, porque el costumbrismo sin más puede ser interesante, pero no deja de ser el lado más aparente de la vida, su lado más obvio, aunque pueda ser gratificante reconocer anécdotas cotidianas. Sin embargo no aporta nada a lo que ya sabemos. Por el contrario el arte bucea y explora, trata de descubrir la esencia de la vida, por debajo y más allá de sus apariencias simplificadoras.

Y Carson McCullers profundiza de sobra, de manera sobrecogedora a veces. Aunque eso no suponga encontrar las respuestas, pero el viaje hacia dentro abre ya multitud de puertas posibles, pasillos laberínticos y espejos, perspectivas y miradas insólitas, y todo el poso del mundo en la piel y en el alma. La oscuridad de las motivaciones y contradicciones de sus personajes va bastante más allá del planteamiento al uso de este tipo de problemáticas, dejando la impresión apabullante de que toda persona es un precipicio sin fondo envuelto en niebla perpetua, sea cual sea su condición. El presentimiento de lo infinito detrás de una mirada.


Esta sobrecogedora novela corta,  “La balada del café triste”, fue publicada en 1951. Se ha dicho de esta autora que está a medio camino de Faulkner y Capote. Yo puntualizaría, me parece que aúna lo mejor de los libros de ambos autores, fundiéndolo de manera tan personal como lúcida.

Potentes imágenes inolvidables. Intensidad desgarrada de sus personajes.  Atmósfera melancólica o trágica, como una sombra alargada que destila sensaciones en múltiples capas emotivas de poesía hecha carne, cuando los símbolos lo son de verdad y por eso están portentosamente vivos. Hay además en ellos un halo perturbador, bien en los gestos o en el físico de sus personajes, en sus decisiones o en sus sueños. Y detalles repentinos que revelan el lado oscuro del mundo, no sólo en el sentido destructivo de la palabra, sino sobre todo en el sentido de lo desconocido. Se me ocurre que un director como David Lynch podría plasmarlos en cine de manera perfecta. Sin embargo la adaptación que hizo John Huston (aunque algunas de sus películas me encantan) de “Reflejos en un ojo dorado”, y a pesar de sus intérpretes (Marlon Brando y Elizabeth Taylor) no logra reflejar esa atmósfera tan típica de esta escritora. Por otro lado es lógico, Huston es un director mucho más “claro” y vitalista, incluso cuando habla de temas negativos. Sin embargo no he visto la adaptación de la balada que hizo Simon Callow en 1991, protagonizada, nada menos, que por Vanessa Redgrave.


En La Balada del café triste bucea en el mar del amor subterráneo. En su carácter arrebatador y repentino, en lo irracional y trágico que suele acompañar a las parejas inadecuadas-destructivas.
A veces, como cuenta la autora en la propia historia, se ama debido a que el amado/a se cruza en el momento oportuno, ante alguien que ha acumulado durante el tiempo suficiente una gran cantidad de amor sin volcarlo en una persona. Otras, puede ser debido a alguna asociación inconsciente que la persona amada “activa”, pone en marcha. Y todo ello sin proponérselo ninguno de los dos miembros de la pareja.

Naturalmente esto sólo le suele pasar a personas muy emotivas, o excesivas. Hay otras sin embargo que parecen pasar por la vida apenas rozándola. No se trata de cantidad de peripecias vitales sino de la forma de vivirlas, aunque sean pocas. Vivir en la superficie de las experiencias, o en su mismo fondo, involucrándose apasionadamente en ellas, o dejándolas revolotear graciosamente alrededor. En este tipo de personas parecería un imposible, por tanto, enamorarse, o al menos contradictorio. Pero no. Si se enamoran no es en realidad de alguien sino que se vinculan afectivamente, a su manera discreta, con la persona que aparece, indiscriminadamente, por la necesidad expresiva del afecto. Por eso pueden “enamorarse” frecuentemente y se diría que les gusta casi todo el mundo porque cualquier pareja vale, y hasta pueden pasarse la vida entera al lado de alguien que jamás han conocido.


Por el contrario los personajes de Carson McCullers, y en concreto los de la Balada, pertenecen a los excesivos. Cada cosa vivida adquiere una involuntaria resonancia que les hace sufrir y gozar muchísimo más. Quizás por eso cada gesto produce la sensación de una especial trascendencia, cuyo efecto puede durar años. La reacción ante un hecho prolongarse durante décadas… Da la impresión de que es en esta gente “resonante”, más o menos complicada o diferente, donde se agita el misterio de la naturaleza humana. ¿Qué es lo realmente humano?

A ese Sur profundo de Estados unidos, apasionado, racista, contradictorio, peligroso y bello llega una noche un esperpéntico y misterioso personaje: un enano jorobado arrastrando una pesada maleta. Y una mujer fuerte e independiente, práctica, sobria, e incluso arisca hasta entonces, que trató cruelmente a un marido que la adoraba de manera, una vez más, desaforada y destructiva, se enamora tiernamente de él ante la perplejidad de todo el pueblo. Y de nuevo una relación desgraciada a la que el dolor parece alimentar en lugar de agotar, sólo que esta vez los papeles están cambiados.
Vanessa Redgrave en la película

Es una historia en la que los hechos y las decisiones duran muy poco, son muy cortos en el tiempo. Son los efectos y las reacciones lo que se prolonga de manera incomprensible y devastadora. Y así su comienzo es con una casa destartalada que parece abandonada, porque su única ocupante hace mucho, mucho tiempo que no sale de ella. Nunca podremos penetrar en el alma que la habita… Aunque entráramos en la casa y habláramos con su habitante. A pesar de haber seguido sus pasos en la historia retrospectiva que se nos cuenta, y saber y presentir cómo ha llegado a ese momento, seguimos sin conocerla.

Una huella única, perdurable y perturbadora. Tristeza y honda dulzura, sabor agridulce y ambiguo. Mucha poesía contenida e incontenible. Tiene algo de catarata salvaje, que toca directamente el alma. Casi implacablemente.


           


lunes, 5 de enero de 2015

El escritor de Tánger: Paul Bowles

Por Tesa Vigal

A partir de sus libros ‘Bajo el cielo protector’ y ‘Por encima del mundo’.

Paul Bowles nació en Nueva York el 31 de Diciembre de 1910. Y pertenece a ese tipo de estadounidenses peculiares, que no lo parecen. Más bien parecen europeos (recuerdo ahora mismo a Allan Poe, Woody Allen, Isadora Duncan, Scott Fitzgerald, David Lynch, Carson McCullers…)


Siendo todavía un jovencito viajó por primera vez a Europa, y ya desde aquel primer viaje lo hizo a la manera nómada que siempre le caracterizó. Fue un viajero de vocación, tanto en sus viajes propiamente dichos como en su manera de enfocar los temas y tramas de sus relatos. No sólo porque en ellos abundan los personajes que viajan por lugares ajenos, sino por su manera testimonial y constatadora de contemplar sin juzgar, de bucear bajo las apariencias para tratar de descubrir la esencia de las diferentes culturas y de lo que sucede en una historia.

Llegó por primera vez a Tánger a los 21 años, donde acabaría instalándose definitivamente en 1947.
Militó durante unos meses en el partido comunista, al que acabaría dejando porque la disciplina de cualquier partido se casa fatal con la libertad de un artista, y con cualquier persona que aspira a ser libre (no es el único, ahora mismo recuerdo a Camus). Viajó por Asia y por México. Aprendió español entre otros idiomas. Y se casó con la escritora Jane Bowles (antes Auer) en 1938. Como apuntó, sutil y lúcidamente Andrés F. Rubio en el texto que publicó en el diario El País a raíz de su muerte en 1999, Paul fue su marido y amigo. Su relación fue ciertamente muy especial y poco frecuente: ambos tenían presente a la persona más allá de sus circunstancias, convenciones sociales o vida sexual. Una conexión profunda y real poco frecuente en las historias amorosas. De alma a alma. Quizás por ello ambos eran bisexuales y su mutua lealtad estaba más allá de cualquier situación, o episodio sexual de su pareja. 
Paul Y Jane Bowles

Jane Bowles es otra escritora fascinante (de quien recomiendo su perturbadora novela “Dos damas muy serias”) y de la que existe una biografía que hace justicia a su lado más ambiguo y perturbador, más atormentado y laberíntico, en la editorial Circe (lamentablemente he olvidado el título, creo que era su nombre: Jane, o Jane Bowles). En ella también se cuenta la oscura y misteriosa relación que tuvo sus últimos años con su amante marroquí de la que sospechaba, y también su marido Paul, que la envenenaba lentamente. Sea como fuere tuvo una crisis “mental”, llamada por unos enfermedad mental, por locura, que la hizo acabar sus días en un sanatorio psiquiátrico de Málaga, donde murió y está enterrada, en 1973 (Por cierto se cuenta de ella que es uno de los dos o tres fantasmas que deambulan por el cementerio de la ciudad andaluza). Ella y Paul conocieron y trataron a varios de los escritores de la generación beat (William Burroughs, Kerouac, Ginsberg…), que les visitaron en Tánger igual que Djuna Barnes, Tennessee Williams, Truman Capote, Gore Vidal… 
Escena de la película 'Bajo el cielo protector'

Los relatos de Paul Bowles giran en torno a la hondura misteriosa de lo existente y las reacciones de la gente ante ello. Cómo lo viven. De ahí que recorran sus historias el miedo, la incomunicación, el desdoblamiento, los sueños (inducidos, sufridos, gozados, o dormidos), la desadaptación, la “extranjería”, la posesión, el tormento, la crueldad, lo desconocido, el deseo, la lucidez, lo lúdico, el destino… En 1949 publicó su primera novela: “El cielo protector”, publicada en la editorial Alfaguara y en Seix Barral. Fue llevada al cine por Bertolucci a finales de los 80 y protagonizada por John Malkovich y Debra Winger. Para mí no es una película redonda, pero sí que logró trasladar a la pantalla la potencia fascinadora de algunas de sus imágenes. Sólo por eso merece la pena verla. Por cierto hay un pequeño cameo del propio Bowles, que sale unos segundos como cliente de un café de Tánger. Esta adaptación le sirvió monetariamente en una de sus muchas épocas de penuria, y para ser reconocido en su propio país, Estados Unidos. 


Otras obras destacadas son: “Cuentos escogidos”, en la misma editorial. Incluye algunos tan fascinantes y sobrecogedores como “Un episodio distante”. “La tierra caliente” escrita en parte bajo los efectos del hachís, el kif marroquí. Publicada posteriormente con el título original “Por encima del mundo” en Seix Barral, anteriormente conocida como ‘La tierra caliente’. “Déjala que caiga” en la editorial Alfaguara. “Cabezas verdes, manos azules” es una crónica de sus muchos recorridos por el Sahara. Y “Memorias de un nómada”, a modo de autobiografía, en la editorial Mondadori. En sus páginas aparece una definición de la magia que la relaciona con el efecto y motor del arte: “la magia es una conexión secreta entre el mundo de la naturaleza y la conciencia humana, un pasaje oculto pero directo que elude la mente”

Es muy significativa la abundancia de referencias en sus títulos a la naturaleza, en su más amplio sentido (mundo, tierra, cielo, manos, cabezas…) En último término ese es el tema omnipresente: el misterio que subyace en la existencia, presente de manera especialmente directa en las manifestaciones de la naturaleza. En ‘El Cielo protector’ y ‘Por encima del mundo’ sus historias parten de una situación similar, la de un matrimonio viajando por lugares lejanos, por culturas diferentes. El primero por el Sahara. El segundo por algún lugar de Sudamérica. En ambos aparece la situación de una pareja y sus relaciones con un tercer personaje, que actúa de espejo y detonante. Provocando la salida de todo lo que estaba encerrado, o dormido, en cada uno de ellos.


En El cielo protector los tres personajes de la primera parte acaban confluyendo, como si fuesen tres ríos, en uno solo (el de ella) mucho más caudaloso y laberíntico, cargado con el bagaje múltiple que se fusiona en ella, perdida y sola en medio del desierto y sus habitantes, en un recorrido interior y exterior, buceando en el tema existencial del lugar personal en el mundo. En cualquier mundo. Porque la extrañeza de una cultura ajena pasa a ser un simple reflejo de lo desconocido de la propia vida, incluso en la cultura propia de la que se parte y que en principio parecía “conocida”. Todo se cuestiona y nada se juzga. Se experimenta y se vive como la única forma de entender, de sentir el latido del mundo, que siempre pasa por el interior de cada persona que lo vive y lo “soporta”, lo transmuta y lo asimila. O trata de hacerlo, la única actitud posible si se busca la libertad y el descubrimiento de la identidad.

En Por encima del mundo se exploran parecidas vivencias, aunque en este caso son los dos miembros de la pareja los que son sometidos a unas circunstancias incontroladas y desconocidas, movidas por el tercer personaje que les separa físicamente y les extravía. Pero aquí se añade el influjo del kif como alterador del nivel de conciencia, que en principio es neutro, pero dependiendo de cómo se use y se viva puede tener efectos de confusión, temor y salida del mundo. O por el contrario de descubrimiento y hondura en uno mismo y la vida.


En ambas novelas la base de lo que se cuenta es la propia experiencia, individual e intransferible, lo único que existe sea cual sea su fuente , mostrando lo que se siente y lo que se piensa, lo que se asocia y lo que se sueña en una situación y ante y con otras personas. Sin valorar ni tratar de interferir en ello. Cuando los planos de sensaciones parecen mezclarse: sueño y fiebre, efectos del kif, vigilia lúcida, fiesta colectiva y soledad… Por eso su manera de contar poderosa y a veces áspera, otras con el aura de espejismo de las imágenes del desierto, está empapada en la intensidad seca del misterio como un pozo sin fondo. Y cada imagen tiene el poder del primer plano, ya se trate de un paisaje de horizonte infinito y cielo altísimo, o de los poros de la piel de un centímetro de un ojo pasmosamente abierto.

Una pequeña muestra extraída de “Por encima del mundo”: “Cerró la puerta y se quedó completamente inmóvil, esperando oír algún sonido en el cuarto; quería estar segura de lo que había visto. La señora Rainmantle estaba acostada todavía en su incómoda postura en la orilla de la cama que daba a la pared, y una de sus enormes piernas colgaba por un lado. En aquel instante de débil luz, a través del velo mosquitero, no podía estar segura, pero creyó ver que la señora Rainmantle tenía abiertos los ojos. Reaccionó cerrando la puerta aún más rápidamente. Y ahora escuchaba.”


Y la diferencia fundamental entre los que viven y pasan por la vida como turistas o como viajeros, (pues no sólo se aplica a los recorridos exteriores) en este párrafo de “El cielo protector”: “Entre el turista y el viajero la primera diferencia reside en parte en el tiempo. Mientras el turista, por lo general, regresa a casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra (Yo añadiría y de su alma). El turista acepta su propia civilización sin cuestionarla y el viajero la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan”.  

El universo inolvidable de Paul Bowles: dunas de arena infinita, luces deslumbradoras, sombras espesas y radicales, ropas y especias de colores intensos, duras líneas de khol bordeando los ojos, encuentros inesperados o buscados en los que se mezcla el destino y el azar, voces con sentidos extraños, zumbido de insectos, juegos de niños en la lejanía, sensaciones al límite de los sentidos, emociones desbordadas en hechos sobrios y escuetos, sueños al mediodía, personajes perdidos, barcos que recorren ríos bordeados de malezas selváticas, frases comprendidas en la distancia, caudalosas emociones de superficie estática, olor en el aire, memorias bifurcadas, equipajes abandonados, ventiladores de aspas en hoteles remotos de poblados aislados, lenguas agitadas y ululantes… Y en fin, como en el propio título de Bowles: cabezas verdes, manos azules.