martes, 7 de octubre de 2014

'Hermosos y malditos', de Fitzgerald

Por Tesa Vigal

Por Tesa Vigal

Si madurar significa resignarse, Fitzgerald jamás lo hizo interiormente. Le comprendo porque para mí madurar es aceptar, algo opuesto a la resignación, aunque algunos confunden ambos términos. Lo primero es sinónimo de rendición incondicional, renunciar a vivir. Lo segundo es reconocer las limitaciones, discernir, solucionar y seguir soñando. Sin embargo, él tampoco logró aceptar el lado opaco de la vida, aún siendo consciente de él.

Por ello sus personajes, y él mismo en una vida de las que completan y reflejan las historias escritas, sienten dolorosamente la desaparición del lado más brillante, glorioso de la vida. Ese que sueña, recorre caminos hasta el final, sigue asombrándose y jugando. Es decir alguien que conserva su juventud. Me pregunto si es posible otra forma de vivir, o se trata de simples sucedáneos, justificaciones, o auto engaños.    

Por eso la siguiente cita me parece que refleja bastante bien su dolor vital: “Fue un terrible descontento saberme usado, a pesar de mí mismo, con algún propósito insondable cuya última meta yo ignoraba... Si es que, en realidad, existía una meta última”.

Escritor americano de la generación perdida, junto a Hemingway y Faulkner, Lo curioso es que es él quien me parece que tuvo la vida más triste, a  pesar de ser Hemingway quien se suicidó.


Nació en 1896. Durante su estancia en el campamento de entrenamiento en plena I guerra mundial conoce y se enamora de Zelda, su pareja y además su amor arquetípico. Un amor redundante que terminaría trágicamente. Se casan al poco tiempo y publica su primera novela: “A este lado del paraíso” con la que consigue dinero y éxito. Es una novela anticipativa, en realidad, ya que habla de sueños rotos y desencanto, sentimientos que acabarían devorando su vida. Una vida al revés (como la de Orson Welles), que comienza con el éxito y a partir de ahí es una constante cuesta abajo.


“Hermosos y malditos” es su segunda novela, sin éxito, en la que habla sobre vidas marcadas por una excesiva sed vital y una huida de la mediocridad en una carrera perdida de antemano.
Fitzgerald y Zelda

Escribe numerosos relatos cortos (“Cuentos de la era del jazz”, “jovencitas y filósofos” y “toque de diana”) que publica en la prensa para ganar dinero con ellos. No obstante, incluso en los aparentemente más optimistas se encuentra siempre un regusto melancólico que acabará empapando toda su obra.

En 1924 se marcha de Estados Unidos con Zelda para vivir en Francia (París y la costa azul, momentos que rescata Woody Allen en su película 'Midnight in Paris') unos años de desesperada fiesta continua, cada vez con más deudas. Ninguna se queda en la mera impresión. Sus sombras y sus huellas son alargadas.

En 1925 publica su novela “El gran Gatsby”, de nuevo una historia con aire legendario sobre la persecución del éxito y su auténtica naturaleza. También se vendió mal, aunque esa vez sí obtuvo buenas críticas.


Regresan a Estados Unidos en 1931. Cuatro años después apareció su cuarta novela “Suave es la noche” en la que cuenta su relación con Zelda (siempre presente más o menos directamente en sus relatos), esta vez centrada la historia en la progresiva locura de Zelda, que estuvo internada periódicamente desde 1930 hasta su muerte en la clínica en 1948). Tampoco esta novela se venderá.

Paralelamente Fitzgerald cayó en el alcoholismo, del que no conseguirá liberarse. Su crisis personal y como escritor, cada vez más olvidado, está relatada en una reunión de ensayos “El crack-up”, publicados después de su muerte en 1940.

Antes también trató de mal ganarse la vida colaborando en algunos guiones de Holywood. Esa experiencia está retratada en su última novela inacabada “El último magnate” con la que, posteriormente a su muerte, la crítica le revalorizó.

Algunas de sus citas: “Evidentemente la vida es sólo un continuo proceso de deterioro”/ “El dinero ha aniquilado más almas que el hierro cuerpos”/ “Es preferible fiarse de un hombre equivocado a menudo, que de quien no duda nunca”/ La vitalidad se revela no sólo en la capacidad de persistir sino en la de volver a empezar”/ “Para que una inteligencia sea realmente adulta debe tener la capacidad de mantener dos ideas contradictorias en la cabeza simultáneamente y, a pesar de ello, no dejar de funcionar”/ “Puedes acariciar a la gente con palabras”/ “El amor a la vida es esencialmente tan incomunicable como el dolor”/ “Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia”/ Y para su epitafio:
“Estuve borracho muchos años, después me morí”.

Adaptaciones al cine interesantes de 'El gran Gatsby', aunque para mí sin lograr plasmar la trágica melancolía vital de la historia, salvo en ciertos momentos. Y eso que en la versión de Jack Clayton, de 1974, el guión era de Coppola y el protagonista Robert Redford. La última ha sido la de Baz Luhrman en 2013 (foto dch.), con un Leonardo di Caprio tan gran actor como casi siempre. En algunos momentos se deja la piel, pero la película en general confunde el ruido con la vida.

Sobre 'Hermosos y malditos':
Desde su curioso principio, que menciona el momento en que la ironía descendió como el espíritu santo sobre el protagonista, destaca la actitud del personaje principal. Una tendencia a espiritualizar la vida, una actitud sedienta de significados que expliquen y provoquen el brillo que una vida ideal debería tener, para ser digna de vivirse. Lo de menos es la referencia a la ironía, podría haberse tratado de cualquier otra característica cultural, y/o artística, más o menos lúcida.


Su meta vital citando la propia novela: “llevar a cabo algo sutil y poco ruidoso que los elegidos considerarían meritorio y que al desaparecer él se incorporaría a las mortecinas estrellas de un nebuloso paraíso”.

Esta era también la aspiración del propio Fitzgerald, al que se uniría muy pronto su mujer Zelda; realizar algo memorable y luminoso y vivir una vida con iguales características, aunque no tuviera reconocimiento público. Prefería la discreción y la elegancia en su sentido más profundo, aún en medio de fiestas desatadas. Pero justamente lo que logró fue un gran éxito tumultuoso en un principio y sumamente fugaz. Y una vida excesiva que acabará en incomprensión, olvido y oscuridad (sus deudas, su alcoholismo y la locura de Zelda).

En la primera parte de la historia de esta novela, y a modo de los pretextos argumentales de un Hitchcock, hay un aparente final feliz. Una boda con una mujer de ensueño. Sólo aparente, porque a partir de ese momento (final de tantas historias planas) comienza una cuesta abajo en la pareja, interminable y patética, que acaba con sabor a cenizas y amargo desencanto.

Esto también se aplica al tema del dinero, no sólo al amor. El dinero cuando se utiliza mal, es decir cuando se convierte en símbolo y sustituto del brillo vital y la sed de trascendencia. Relacionado con ello está el trabajo, donde el protagonista tiene una actitud rebelde, al negarse a trabajar en cosas que no le gustan, que mantendrá hasta el final a pesar de la presión social que recibe. Para él el trabajo no es sólo algo que debe hacerse para comer, sino que implica un tipo de vida por el tiempo que ocupa, y es esto último lo que para él es un problema vital. 


Los dos miembros de la pareja aspiran a vivir flotando sobre el suelo, sin apoyarse ni un segundo en las cosas pedestres. Y lo hacen con una inocencia devastadora. Por ejemplo, cuando ella olvida un día tras otro llevar a limpiar la ropa sucia, que se amontona cada vez más alta en el suelo del armario. Tipo de detalles que podrían ser simplemente producto de una vida disipada, pero que bajo su superficie esconden una resolución infantil e insensata con vocación de absoluto. Es esto último lo que la convierte en condena.

La sutilidad, deliciosamente fluida, con la que va contando los pasos sucesivos de la relación amorosa, es sorprendente. Desde el encuentro a la conquista, luego desde la nube idílica y apasionada al despertar gris de inusitado aburrimiento, y por último hasta llegar al más desolado desencanto. Es una historia admirablemente colmada, honda y melancólica y sin embargo aérea. Aérea en todos los sentidos. Son frases que producen al leerlas casi placer físico, como si fuera el viento, más o menos tormentoso, más o menos brisa, más o menos tórrido o gélido.

En una de sus frases afirma que puede acariciarse con palabras, él lo hace en general en sus relatos, sólo que aquí en concreto la caricia es a contrapelo.

Es la historia del descalabro de una actitud vital. Esa que pide a la vida más de lo que la vida ofrece. Las fiestas y las borracheras son tan tristes como las de “La dolce vita” de Fellini, a lo que se suma una inquietante desesperación, un anhelo loco por desaparecer, o al menos hacer de su caída algo luminoso. Su egoísmo es heroico por ser tan inocente. Su hedonismo tan pagano que tiene un cierto aire legendario. Sus protagonistas llegan a volar, pero luego, indefectiblemente, se estrellan. Y en el duro suelo encuentran sus límites que siempre duelen. Como cuando ella va a hacerse una prueba a unos estudios de cine y descubre, horrorizada, que no tiene talento. Y ese hecho adquiere tintes trágicos porque es como negar la luz exaltadora necesaria para vivir “su” vida. Su vida “temblorosa y amenazada”, que quisiera deslizarse sin rozar la vulgaridad, lo mezquino, lo resignado o lo pedestre. Y cuando llega el hastío (que no llega para todos, sólo para los “ambiciosos” vitales) también lo apuran y miran tras él, sin que ningún rincón quede sin escudriñar. Siempre empapados por la vida.


Escenas memorables, entre ellas la de una fiesta que acaba con la huida de ella de madrugada y una conversación melancólica en los andenes vacíos de la estación del pueblo con unos amigos, sobre lo que ha sido la vida hasta ese momento. O cuando ella bebiendo whisky se echa a llorar, moviendo “la cabeza de un lado a otro, la boca temblorosa y con las comisuras caídas, como si estuviera negando una afirmación hecha por alguien en algún sitio. Gloria no sabía que aquel gesto suyo era muchos años más antiguo que la historia; que, durante generaciones de seres humanos, el dolor insoportable y persistente ha ofrecido ese gesto, de rechazo, de protesta, de desconcierto, a algo más profundo que el Dios hecho a imagen del hombre, y ante lo cual ese Dios, si existiese, se mostraría igualmente incapaz de obrar. Que esta fuerza –intangible como el aire, pero más precisa que la muerte-, que nunca explica ni contesta nunca, es una verdad grabada en el corazón de la tragedia”.


Cuando finalmente sucede algo bueno, en lo que habían cifrado sus esperanzas de futuro brillante, el dinero de una herencia dificultada por un pleito interminable, él reacciona ante la noticia entregándose a la colección de sellos de su infancia, pidiendo a los mensajeros que tengan cuidado en no pisarle los sellos. Arriba Fitzgerald convertido en uno de los sellos que colecciona el protagonista de la novela. Y la imagen que dejan al final, ellos que habían sido casi tan hermosos como ángeles con sexo, es la de un perturbado indiferente (él) y una mujer desagradable y “manchada” (ella).

La última frase de la novela es patética, es la frase de un triunfador desesperadamente vencido. Ha conseguido lo que quería pero a cambio de todo.

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