domingo, 28 de diciembre de 2014

'Ancho mar de los Sargazos' de Jean Rhys


Por Tesa Vigal

Este peculiar libro, que estremece, está ambientado en un Caribe inquietante y pavoroso. Su autora, de vida peculiar a la que cuadran adjetivos parecidos dijo: “Hay en mi mente lagunas que no pueden colmarse” .

Nacida en la isla de Dominica, Antillas, en 1890. Otras fuentes citan 1894. Llegada a Inglaterra a los 16 años, donde mal vive como puede trabajando como corista y semi prostituida. Empieza así un tiempo nómada recorriendo Europa, recalando principalmente en París y Londres, en compañía del alcohol y la soledad en compañía. Un fiel retrato de esa forma de vivir muriendo o morir viviendo es su impresionante novela “Viaje a la oscuridad”. 


Se casó 3 veces, enviudó una y dos de sus maridos acabaron en la cárcel. En 1919 pasa por Holanda y se casa con el periodista y compositor Lenglet. Tuvo dos hijos pero el niño murió. Empezó a publicar en los años 20 y 30, bajo patrocinio de Ford Madox Ford, pasando por completo inadvertida. Se la olvida por completo entre 1939 y los 60. Quizá por su constante de evitar los círculos literarios. Llegó a pensarse que había muerto, hasta que inesperadamente publicó en 1966 esta novela de la que voy a hablar a continuación, que causó gran impacto. En esa época vivía ya en una casita en el campo inglés. Murió en 1979.

Actualmente es considerada un gran clásico moderno. Su manera de escribir tiene una sobriedad apabullante, pero no seca como la de un Carver, sino húmeda y emotiva, lo que la vuelve aún más sobrecogedora. En sus libros abundan los personajes más vulnerables por su inadaptación y sensibilidad que por su penuria o marginalidad. Sus vidas parecen discurrir paralelamente al mundo exterior, a pesar de tener que luchar en él, a veces incluso de manera sórdida, por la subsistencia. Y aún así, da la impresión de que se mantienen en una pureza inevitable en cualquier situación y circunstancia. Como si no pertenecieran a nada. 


En ‘Ancho mar de los Sargazos’ es portentosa la contracorriente en la que circula el escenario de la historia, porque se suele asociar a una región como el Caribe con la alegría de vivir. Aquí sin embargo son otras visiones personales las que se arrastran bajo su cielo hiriente. Las flores enormes, los colores intensos, los perfumes agudos, las creencias radicales, los animales escurridizos, las selvas tupidas y la lluvia torrencial producen angustia y pena. Son amenazantes e incomprensibles, poniendo en evidencia el misterio de lo excesivo, fiel reflejo de su protagonista.

Las sensaciones y sentimientos están contados indirectamente, a través de los hechos y las percepciones del personaje. En lo que se fija, lo que ve, lo que oye… Mucho antes de que Carver se pusiera de moda y con una gran diferencia. Mientras en Carver esa forma de contar sólo hechos alude a una forma de sentir amorfa, de esos momentos en los que no puede ponerse nombre a los sentimientos, y por tanto a una situación de ignorancia deliberada o inevitable, en Rhys sí tienen nombre pero se evita cuidadosamente. En Rhys hay dolor, en Carver parece que no. En Rhys se sabe lo que se siente, en Carver no se tiene ni idea. Pongo un ejemplo. Después de una escena dramática en forma de hechos simplemente constatados, sin la menor sombra de juicio, la protagonista oye a su lado cantar a alguien una canción de la que oye un solo verso, antes de dormirse.

Esa ausencia de juicios, mirando lo que pasa como un sueño, y a la gente que actúa, acentúa enormemente la trascendencia, el peso propio de lo que ocurre, de lo observado. Remite al misterio del alma humana y al significado profundo más allá de las palabras. Surgen así los valores por sí mismos, automáticamente, llenando el hueco que le falta a la simple constatación.


También se marca así la naturaleza extraña, extranjera, del personaje que observa y como resultado suele encerrarse en su habitación, su silencio, sus calles… Buscando sin explorar, esperando sin citas, mirando sin ver, hablando sin dialogar. Con una insólita inocencia, empapándose del regusto incomprensible del mundo y sus habitantes.

Especialmente de sus habitantes, que a veces incluso llegan a parecer arcanos enigmáticos, colocados por algo en su camino, por fuerzas ciegas y poderosas, casi siempre amenazantes. Y que desprenden la sospecha de estar, probablemente, igual de incomunicados que el personaje observador, aunque no sean extraños como ella.

Después de que una niña sea rechazada violentamente por su madre, sólo comenta que en el trayecto de vuelta ella y su acompañante adulta no hablaron. Y el lector se queda con el peso plúmbeo y definitivo de ese silencio entre las dos, como si fuera la única materia de la que estuviera hecho el mundo.

La profunda tristeza, esa que más que tristeza alcanza la pena. Y la pena es por no tener lugar en el mundo. Por no haber cabida para ella en la Tierra. Frases hondas y desgarradas con apariencia distraída, como de pasada, porque es algo que hay que disimular, lo que aumenta la tristeza. Por ejemplo: “Nadas digas y quizá no sea verdad… ¿Cómo pueden saber lo que es vivir afuera?”. Y ese afuera señalado en cursiva.

Las respuestas del mundo llegan con frecuencia impregnadas en malevolencia y despecho hacia la gente, como la protagonista, demasiado sensible, o demasiado distinta.


Es una novela con un sorprendente y alternado cambio de narrador. De primera persona de ella, a primera persona de él.  Pero idéntica visión incomunicativa.

Presente también en la melancólica indiferencia de los negros caribeños, impregnada por el viejo servilismo colonial. Por ejemplo en el hecho de responder a la sencilla pregunta sobre su edad, con una respuesta subjetiva destinada a complacer y llena de burla socavadora: “¿14?, imposible”, “pues 57… ¿sí?”. Al fin y al cabo son el tipo de respuesta que tiene tanta gente, inventarse la imagen que parece gustar, sin nada que ver con la auténtica esencia. Esa renuncia a ser querido por uno mismo, que es tan desoladora como significativa. Sobre todo por lo extendida que está.

Cada vez que leo una historia sobre seres desadaptados, es como si de pronto cayera por un profundo pozo hasta darme de bruces con la situación del ser humano en general. No la aparente, sino esa que se desliza sinuosamente, incluso por debajo de la persona más adaptada aparentemente, aunque en este último caso, su no pertenencia sólo se asome en el silencio, poniéndola nerviosa como reacción.

En esta historia se suma la desubicación de los descendientes de los dueños blancos de plantaciones en tierra extraña, con sus indios exterminados, llena de negros antiguos esclavos, de blancos empobrecidos y despreciados por sus congéneres y también por los negros, de seres extraños. Esos seres que no pertenecen a ninguna parte, como consecuencia de las circunstancias, o más dolorosamente aún a consecuencia de su propia naturaleza. 


Ella y él, aislados y nadando como pueden en el mar incomprensible de la presencia de cada uno. Con una rotundidad de apabullante tristeza, esa que sólo surge de la lucidez constatadora. La que no quiere juzgar porque no sirve de nada y se limita a sentir.

También está presente en esta historia el maldito mecanismo, maldito por mentiroso, de entregar el vínculo afectivo a una persona, a veces independientemente de quien sea esa persona, por simple necesidad de expresión afectiva. Y una vez hecho el vínculo el imperioso deseo de ser correspondido, retribuido, respondido por esa única persona en concreto, que sin embargo hubiera podido ser cualquier otra. Tantas veces el amor es sólo eso… Muy pocos lo ven, muchos lo sienten. Sería ridículo si no fuera por el dolor que causa. El dolor es real, el vínculo también, la persona a quien se está vinculado es irreal, no es ella en realidad quien produce, quien provoca ese amor.

Y la historia se va cerrando tan radical como las enormes flores del trópico, y tan inquietante como su esencia anidada bajo sus pétalos de intenso color.


  


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